Tolerancia, relativismo y permisivismo
«El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna», advierte Juan Pablo II (Evangelium vitae, n. 70). Y precisamente ahora está ampliamente extendida la impresión de que en Occidente las sociedades democráticas atraviesan una crisis de valores. Resultan pertinentes, pues, varias preguntas. ¿Están degenerando, desde el punto de vista ético, las democracias? ¿Es un problema independiente del sistema democrático o fomentado de algún modo por éste? ¿Los insatisfactorios resultados morales privan de legitimidad a las democracias? ¿Qué hacer para rectificar? Son temas que se plantearon en un simposio internacional organizado por The Phoenix Institute y el capítulo italiano de la Fundación Konrad Adenauer, con el título general «La crisis moral de las democracias occidentales» (1).
Uno de los ponentes, Frans Alting von Geusau, de la Universidad de Leiden (Holanda), centró la cuestión señalando cuál es el sujeto primordial de los problemas. «La crisis moral tiene que ver con la conducta y los hábitos de los seres humanos, no con las características de un sistema político». Así, descartó que se pueda, al estilo marxista, atribuir la responsabilidad de los males a las «estructuras».
Esto no significa que los comportamientos de las personas no puedan adquirir una dimensión social o política. De hecho, la han adquirido, de modo que las democracias se encuentran con un problema real. En la actualidad, el problema básico puede formularse así: «La crisis moral, caracterizada por una actitud moral de permisivismo, pone en peligro la realización del sabio principio político del pluralismo».
El pluralismo no es relativista
En semejante situación, el pluralismo parece tener un aspecto negativo, al conducir a un permisivismo indeseable. Pero, por otra parte, ¿cómo poner diques al permisivismo sin traicionar el contenido positivo del pluralismo?
Para desatar el nudo, Von Geusau propuso en primer lugar esclarecer qué es el pluralismo. Como principio político, se dirige a asegurar a todos sus derechos, con independencia de la diversidad de creencias, razas, etc. Esto no implica relativismo ni conduce necesariamente al permisivismo. Eso sí, excluye la imposición del bien, pues el pluralismo «sólo puede alcanzarse en las democracias basadas en la convicción de que todo orden político humano es necesariamente imperfecto». Consecuencia: «El pluralismo no puede convertirse en una ideología o una religión. Si lo hiciera, destruiría sus propios principios».
El pluralismo como fin en sí resulta, por tanto, absurdo. Pues deriva de algo superior que lo justifica, ante todo «el reconocimiento de la dignidad y la libertad de la persona humana como principio trascendente al orden político». Este principio implica otros: los de libertad, igualdad y tolerancia. Tres conceptos donde las confusiones son frecuentes.
Confusiones sobre la tolerancia
Von Geusau precisó que la libertad se refiere, ante todo, a la conciencia; la igualdad, a la condición humana, según dos aspectos: el hecho inalterable de que cada cual viene al mundo con un sexo, una raza, un origen, y otros hechos mudables, como la condición económica, la cultura o la salud; finalmente, la tolerancia atañe a la conducta. Son tres planos diferentes que no hay que confundir.
De esta distinción se extraen consecuencias importantes. Primera, «sostener la libertad de conciencia no debe considerarse como una cuestión de tolerancia, por tanto algo que entraña un riesgo de relativismo». Eso han afirmado siempre quienes piensan que la libertad religiosa se reduce a tolerar el error. Pero ni la diversidad de creencias tiene que ver con la tolerancia ni el pluralismo democrático es culpable de relativismo.
En segundo lugar, «garantizar la igualdad tampoco es una cuestión de tolerancia». La igualdad pide más, pues significa que las personas, con independencia de su condición inalterable (raza, sexo, origen), tienen los mismos derechos y merecen las mismas oportunidades. Y significa también, en consecuencia, que se debe afrontar los hechos alterables: la comunidad política tiene el deber de proporcionar educación y atención sanitaria, etc.
Por tanto, «el problema de la tolerancia y, en dependencia de él, la crítica al permisivismo aparecen sólo cuando se trata de los comportamientos humanos». Ciertamente, no es fácil distinguir dónde termina la tolerancia y empieza el permisivismo. En cualquier caso, Von Geusau subraya que la permisión de conductas condenables no es un problema específico de las sociedades democráticas. La diferencia es que las democracias disponen de más recursos para manejarlo.
¿El aborto deslegitima el sistema?
Para ilustrar esa tesis, el ponente examinó la cuestión que más dificultades suscita en torno a la legitimidad de las democracias occidentales. Cabe preguntarse si un sistema pluralista sigue siendo moralmente defendible cuando aprueba, por procedimientos democráticos, leyes contrarias a los principios éticos, en particular las que permiten el aborto o la eutanasia.
Von Geusau señala que en las democracias, la legalización se hace a la luz pública, y los contrarios a ella pueden oponerse, y se oponen. Además, al tratarse de una cuestión de tolerancia, a menudo los legisladores no tienen la posibilidad de hacer una opción neta entre el bien y el mal: a veces no cabe más que permitir un mal para evitar otro mayor.
Esto no significa que no haya un problema real en las democracias. «No hay duda de que la ‘cultura de muerte’ a la que se refiere el Santo Padre en la encíclica Evangelium vitae es síntoma de una seria crisis moral en las sociedades modernas. Pero hay que afrontar la crisis donde está -en los corazones de los hombres-, por medio de la persuasión moral y de la asistencia social».
Por tanto, sostiene Von Geusau, la legalización del aborto y la eutanasia «no autoriza a concluir que el proceso democrático de toma de decisiones por consenso o mayoría es inaceptable o absurdo. En una democracia pluralista se da un intercambio de opiniones más abierto y pacífico que en otros sistemas políticos. Si se admite que las normas de la ley natural pueden ser conocidas con la razón, no hay base para sostener que se asegura mejor su traducción a la ley positiva mediante imposición desde arriba que mediante un proceso democrático de argumentación y debate conducente a una decisión por mayoría».
La democracia vive de convicciones
También Michael Novak (American Enterprise Institute) defendió a la democracia de las acusaciones de relativismo. Insistió sobre todo en mostrar que el relativismo no es condición necesaria de la sociedad pluralista, contra lo que a veces se afirma. Al contrario, para que la democracia funcione, dijo, son necesarias algunas convicciones que impiden al orden político transformarse en un dictadura de la voluntad. Su ponencia se centró en las lecciones que enseña la historia del siglo XX, que nos han ayudado, según los términos que empleó, a despertar del sueño nihilista.
Ante la extensión actual del relativismo, Novak considera que la primera y principal lección de la historia reciente es que la verdad importa, y que nos importa a todos, al margen de las creencias. «Incluso para los que no están seguros de si existe Dios, una verdad es distinta de una mentira».
Esto es algo que tienen muy claro quienes han sufrido la cárcel en nuestra época (se refiere especialmente a los perseguidos por regímenes comunistas). «Los torturadores pueden retorcer nuestra mente, incluso reducirnos a vegetales, pero en la medida en que se mantiene la capacidad de decir sí o no, en la medida en que la verdad sola gobierna, no pueden poseernos».
Dónde desemboca el relativismo
Además, el pluralismo político necesita partir de una primera convicción, no del relativismo total. Novak ejemplifica lo que se puede llegar a justificar cuando se defiende el relativismo a ultranza: «Muchas personalidades apasionadas de nuestro tiempo diseminan con gran ardor el vulgar relativismo, un ‘nihilismo de rostro alegre’. Para ellos, no hay verdad sino opinión: mi opinión, tu opinión. Abandonan la defensa del intelecto. Y si la inteligencia no arraiga sobre la realidad, sólo quedan preferencias: la voluntad es todo. Pero eso es conceder a Mussolini y Hitler -de modo póstumo y con ligereza- lo que no pudieron vindicar con la vigorosa fuerza de las armas; es olvidar la primera gran lección rescatada de las cenizas de la II Guerra Mundial: que quienes entregan la heredad de la inteligencia allanan el camino al fascismo. El totalitarismo, como lo definía Mussolini, es la feroce volontà. Es la voluntad de poder, sin ningún respeto a la verdad».
Novak extrae de nuestro siglo otras lecciones. «La segunda es que, a pesar de todas sus faltas manifiestas, incluso de sus absurdos, la democracia es mejor que la dictadura a la hora de proteger a los individuos y a las minorías. La tercera es que, con todas sus deficiencias, incluso sus claras insuficiencias, el capitalismo beneficia más a los pobres que cualquiera de sus dos grandes rivales, el socialismo y el Estado tradicional del Tercer Mundo. Basta observar en qué dirección emigran invariablemente los pobres».
Ecología de la libertad
Queda una cuarta lección: «La libertad no puede crecer -ni siquiera sobrevivir- en cualquier atmósfera o clima. En el fatigoso viaje de la historia humana, las sociedades libres son increíblemente escasas. La ecología de la libertad es más frágil que la biosfera de la tierra. La libertad necesita hábitos limpios y sanos, familias robustas, buenas costumbres, y el valiente respeto de un ser humano por otro. La libertad necesita bosques tropicales de actos pequeños de virtud, nudos de lealtad, amores intensos y compromisos inmortales. La libertad necesita instituciones especiales y, éstas, a su vez, requieren gente con ciertos hábitos morales».
A todo esto se puede objetar que tener una idea de la verdad moral es aceptar un control autoritario. A lo que responde Novak: «Entre el relativismo moral y el control político hay una tercera alternativa. Se llama autocontrol. No deseamos un gobierno que coaccione las conciencias libres de los individuos; al contrario, queremos individuos que se autogobiernen para restringir el gobierno inmoral. Deseamos autogobierno, autodominio, autocontrol».
«Mantener sociedades libres -concreta Novak- en cualquiera de sus tres facetas, económica, política o cultural exige una batalla constante. De estas tres, la batalla cultural, durante mucho tiempo descuidada, es aquella de la que más depende el futuro de las sociedades libres del siglo XXI. Tenemos que aprender nuevamente a pensar sobre esas materias, y a razonar sobre ellas públicamente, con civismo y con la seriedad moral de los que saben que la supervivencia de la libertad depende de su resultado. La sociedad libre es moral, o no es sociedad de ningún modo».
El rostro personal de la crisis social
En el mismo simposio, el filósofo Rafael Alvira, profesor de la Universidad de Navarra, coincidió con Frans Alting von Geusau en señalar que la crisis moral tiene ante todo un rostro personal. Y dibujó un retrato moral del hombre contemporáneo para hacer un diagnóstico de la crisis colectiva y proponer soluciones.
Para Alvira, la raíz de los límites de la democracia se pueden buscar, en un primer acercamiento, en la actuación de cada individuo. A todo ser humano se le presentan tres tentaciones básicas: el poder, el éxito y el placer. No son tendencias malas; al contrario, son necesarias para el bien del hombre.
Aunque necesarias, esas tendencias nos causan problemas cuando no las buscamos de modo equilibrado. Nos inclinamos más hacia una de ellas (aunque entre todas haya una continua implicación mutua). Y, a veces sin saberlo, la convertimos en fin último de nuestra vida, lo que constituye el fallo moral por excelencia.
Mientras que la tentación del poder es escasa (en nuestra sociedad, pocos logran altas cotas de poderío), el éxito «es probablemente el elemento más distintivo de nuestra sociedad, en comparación con otras épocas». Los medios de comunicación hacen vivir de él a muchas más personas que antes. Y lo verdaderamente popular es el placer. «Placer -dice Alvira- lo puede tener cualquiera, y sin muchas dificultades. En la medida en que Occidente ofrece hoy medios materiales abundantes, la persecución del placer es el deporte más extendido».
En síntesis, este primer análisis concluye que la crisis moral personal desencadena la crisis social: «El que busca el poder como fin último es un soberbio, y la sociedad de poder consiguiente es una sociedad arrogante. El que busca el éxito como fin último es un vanidoso, y la sociedad del éxito consiguiente es una sociedad de la apariencia. El que busca el placer como fin último es un sensual, y la sociedad del placer consiguiente es una sociedad hedonista».
Excesos del sistema político
Pero también hay un camino en sentido inverso: hay defectos propios de la sociedad, fallos del sistema que llegan a afectar a los individuos que lo forman. Hay tres rasgos sostenidos por nuestra sociedad democrática -señala Alvira- que fomentan a la larga muchas indigestiones morales. Se trata del individualismo, del estatalismo y de la separación o abstraccionismo en el modo de plantear la moral y la política.
En sus inicios, el individualismo reveló aspectos muy interesantes. Pues rescató a las personas de una herencia de la sociedad medieval, en la que frecuentemente el individuo tenía limitada su iniciativa en la esfera social y en la privada. Pero el proceso, dice Alvira, fue demasiado lejos. Y, con el tiempo, se han manifestado tensiones que rasgan la unidad social.
«La modernidad, al intentar poner en práctica su propia definición -según la famosa frase de Madame de Stael, la ruptura de todo vínculo-, extrema progresivamente las actitudes individualistas, hasta llegar al deterioro social, que hoy verifica una y otra vez la sociología. (…) Acciones benéficas aisladas hay muchas, pero sirven de bien poco si el bien no se institucionaliza. Ahora bien, la institución es el vínculo. Particularmente, el tema de la familia es el más serio de la actualidad. Incluso el aborto voluntario -sin duda una prueba de la primacía del propio gusto individual sobre la justicia para con el otro- es, en no pequeña medida, una consecuencia de la desaparición progresiva de la institución matrimonial».
El Estado acapara
El segundo gran problema de nuestra sociedad es el estatalismo. «Si el individualismo suponía una deficiente comprensión de la libertad, éste es una consecuencia de una mala concepción de la igualdad. Las sociedades democráticas del Occidente actual ponen todavía más énfasis en la igualdad que en la libertad».
El Estado actual se ocupa de hacer real la libertad y la igualdad, y «sin que apenas se perciba va tomando en sus manos la entera vida de las personas, hasta convertirse en el hoy llamado Estado de bienestar, que, como muchas veces se ha puesto de manifiesto, es un verdadero Estado providencia, es decir, una entidad que toma sobre sí las ‘funciones’ de Dios». Así, uno acaba pagando sus impuestos y, encargando el trabajo restante al Estado, con lo que se abandona el sentido concreto de mi responsabilidad por el prójimo, y se pierde la relación concreta y directa entre la acción de cada individuo y la historia.
El tercer problema social manifiesto -considera Alvira- es el carácter abstracto del planteamiento moderno de la moral y la política. Con esto se quiere decir que se invocan abundantemente los valores morales, pero se practican menos. O se habla de derechos humanos («es una idea digna de aplauso el formular, con carácter universal, unos derechos propios de todo ser humano en cuanto simplemente humano»), pero resulta más difícil saber qué autoridad los va a inculcar.
Un mal de corazón
En resumen, hay una desconexión entre las ideas morales y la práctica concreta. ¿Por qué? «Ello se debe, quizá en no pequeña medida -señala Alvira-, al olvido de la fuente de unidad entre la inteligencia y las tendencias sensibles, que es el corazón. El corazón deja de tomarse en cuenta, o bien se interpreta como mero lugar de sentimientos y emociones, y ya no como la fuerza de la síntesis de lo pensado y lo deseado, a través de la energía de la voluntad».
Otro aspecto del abstraccionismo moral se encuentra en la separación entre la moral pública y la privada. «Que la distinción entre ética pública y privada es abstracta se percibe hoy en la corrupción tan amplia de la esfera pública. Es muy común la figura del débil en la ‘moral privada’ que acaba siéndolo también en la ‘pública’ y viceversa. El fondo de la cuestión es sencillo: no existe tal distinción. Sólo hay una ética, que se aplica con los matices diversos necesarios a las diferentes esferas de la vida humana».
Alvira concluye con algunas propuestas que restauren el equilibrio personal y social. Frente al individualismo exacerbado, el respeto de las leyes hacia el vínculo, así como la diversificación y multiplicación de centros de reunión y diálogo directo. Para compensar el abstraccionismo actual, situar a la familia en el centro del interés social, ya que ésta educa en el sentido de lo concreto y de la importancia trascendente de la persona. Además, apoyar el sentido religioso de la vida en general, y de la vida cotidiana en particular, sin lo cual la solución práctica de los problemas morales no resulta apenas posible.
_________________________(1) Celebrado en Gallipoli (Italia) del 3 al 8 de abril de 1995.