Análisis
El pasado 24 de mayo el juez de primera instancia David Hunt, del Tribunal Penal Internacional (TPI) para la ex Yugoslavia (no confundir con el Tribunal Internacional de Justicia, también radicado en La Haya), autorizó el inicio del procesamiento contra Milosevic y cuatro altos cargos más de Yugoslavia (el presidente de Serbia y su ministro de Interior, el primer ministro de Yugoslavia y el jefe de las fuerzas armadas), al mismo tiempo que dictó las órdenes de arresto respectivas. Esta anunciada, pero inoportuna, decisión de este Tribunal de la ONU ha llegado a petición de la fiscal, la canadiense Louise Arbour, la cual con su intenso trabajo ha acelerado la investigación para adelantarse a cualquier negociación de los aliados de la OTAN y Milosevic, de forma que los primeros no pudieran garantizar, al menos públicamente, inmunidad al líder serbio. Paradójicamente, la fiscal se ha servido en sus investigaciones de la documentación aportada tanto por los refugiados kosovares como por los servicios de información de los países de la OTAN, interesados en la condena jurídica a Milosevic pero que hubieran preferido otro momento.
El TPI para la ex Yugoslavia se instituyó en noviembre de 1993 a raíz de los sucesos de Croacia y de la guerra en Bosnia, después de que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobara su Estatuto. La finalidad del Tribunal es juzgar a los individuos -no a los Estados, como el Tribunal Internacional de Justicia- responsables de cuatro grandes delitos: «graves violaciones de las Convenciones de Ginebra de 1949», «violaciones de las leyes o costumbres de guerra», «genocidio» y «crímenes contra la humanidad» (arts. 2-5 del Estatuto). Se hizo competente al Tribunal con carácter retroactivo para hechos sucedidos a partir del 1 de enero de 1991 (art. 8), sin admitir ningún tipo de inmunidad ni siquiera para los Jefes de Estado o Gobierno (art. 7.2).
Con el Estatuto del Tribunal en la mano, todos los Estados miembros de la ONU «deben cumplir sin retraso indebido con cualquier petición de asistencia u orden emitida por el Tribunal», entre ellas «el arresto o detención» así como «la entrega y traslado del acusado al Tribunal Internacional» (art. 29.2); cuestión espinosa en un momento en que se busca poner fin a la guerra. En este aspecto radica la falta de oportunidad política y diplomática de la iniciativa de la fiscal, que, por otra parte, no tiene por qué tenerla y sólo ha cumplido con su trabajo.
Por estas mismas razones de conflicto con el realismo diplomático ya ha sido criticada por algunos, como el juez estadounidense Jon O. Newman (International Herald Tribune, 1-VI-99), la independencia formal de la figura del fiscal, tanto del TPI para la ex Yugoslavia como del Tribunal Penal Internacional permanente que todavía no ha entrado en vigor. Independencia que, en este último caso, será en realidad mucho más reducida que la de Louise Arbour, ya que el Consejo de Seguridad podrá detener una investigación o un procedimiento por periodos de un año renovables indefinidamente.
En el caso de Milosevic, si los gobiernos implicados realmente están tan comprometidos con la defensa de los derechos humanos, como han anunciado hasta la saciedad al justificar la campaña militar contra Yugoslavia, no cabe duda de que tienen una espina clavada al no poder demostrarlo ante sus opiniones públicas llevando al supuesto máximo responsable de tanta atrocidad ante los tribunales, que en este caso existen y tienen jurisdicción.
Lo que puede resultar más trascendente a largo plazo es saber si esos mismos Estados están realmente dispuestos a mantener y fortalecer los mecanismos de protección internacional de los derechos humanos, como es el caso del TPI para la ex Yugoslavia, y con ellos todo el sistema de la ONU. En caso negativo, están vaciando de contenido y haciendo inviable, ya antes de nacer, al futuro Tribunal Penal Internacional permanente, cuyo Estatuto se aprobó en Roma en julio del año pasado.
Nada más conocerse la inculpación de Milosevic y después de felicitarse por ella, Amnistía Internacional ha recordado que quizás deberían también ponerse a disposición de la justicia internacional los responsables del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK) por los abusos cometidos, así como los responsables civiles y militares de la OTAN para que pudieran juzgarse posibles violaciones al Derecho internacional humanitario por los «daños colaterales» de su campaña de bombardeos. En este mismo sentido se han manifestado, aunque de forma más diplomática, la Alta Comisionada para los derechos humanos Mary Robinson, y la propia fiscal Louise Arbour.