Una cultura de la libertad

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La política después del comunismo
La caída del comunismo ha dejado un inmenso vacío ideológico que sería un error pretender llenar con otro planteamiento doctrinario. No existe ninguna fórmula «científica» para edificar la sociedad: hay que acostumbrarse a construir el mundo contando con la libertad, por medio del arte de la política. Pero esto exige una idea adecuada de la libertad. Esta es la tesis que Juan Luis Lorda, profesor de teología en la Universidad de Navarra, propone en un trabajo publicado en Scripta Theologica (septiembre-diciembre 1996) con el título «Ascética y mística de la libertad», del que ofrecemos un extracto.

Durante decenios, en los países donde ha dominado, el comunismo ha sido la única doctrina posible sobre la sociedad; y casi en el resto del mundo, la «otra» alternativa, que operaba como una tentación constante impulsada por grupos activos más o menos iluminados. Las demás doctrinas y fuerzas políticas se han visto obligadas a definirse, total o parcialmente, a favor o en contra. Así ha determinado, directa o indirectamente, casi todo el panorama ideológico y político mundial. Por eso, su desaparición crea un enorme vacío.

Hay que adaptarse a la nueva situación y hay que desprenderse de las deformaciones que ha producido tanta presión ideológica y política. Entre otras, hay que desprenderse del hábito de «simetría» (izquierda/derecha) que el comunismo ha generado por su interpretación dialéctica de la historia y también por motivos simplemente estratégicos. Es sencillamente falso que durante este siglo hayan combatido en el mundo dos ideologías que podríamos llamar comunismo y capitalismo o liberalismo. El comunismo no ha tenido un rival de la misma naturaleza, porque no ha existido nunca un sistema ideológico y político tan compacto como él. Es verdad que en los países occidentales no comunistas existe un pensamiento liberal y también unas prácticas capitalistas. Pero no forman un sistema comparable con el comunismo, ni desde el punto de vista ideológico ni, mucho menos, desde el punto de vista de las estructuras del poder.

Redescubrir la política

La ideología comunista creía poseer la explicación científica global al postular las leyes fundamentales y necesarias de la materia y de la historia. Entendía la sociología -la ciencia de las sociedades- como si fuera una ciencia natural como la física o la química, dominada por leyes necesarias y generales, que podían ser conocidas y controladas por la razón. Quienes gobernaban debían ocuparse de la aplicación técnica de esa ciencia totalitaria.

Hay que aprender de la historia. Pero hay que aprender bien, leyendo con cuidado lo sucedido. El dato que aparece en la triste historia de este siglo no es que haya fracasado «uno» de los sistemas ideológicos posibles, sino que todo sistema ideológico que pretenda abarcar la entera realidad es inhumano. Y es inhumano, aparte de otros muchos errores, porque desconoce la fuerza creativa de la libertad de cada persona. Esa propiedad singular y admirable, fácilmente reconocible y obvia para el análisis fenomenológico, hace de cada hombre una fuente de la historia, un acontecimiento nuevo sobre la tierra.

La libertad de las personas es una de las causas irreductibles de los hechos sociales. No se puede reducir ni a los procesos de la naturaleza ni a la estadística de los grandes números. Toda explicación necesaria y mecanicista de los procesos sociales es errónea. Y es una grave violencia intentar transformar las sociedades «técnicamente» sin emplear los resortes propios de la libertad; es decir, la motivación, con el debido respeto a las conciencias. Por eso, es necesario acostumbrarse al vacío ideológico dejado por el comunismo. Hay que acostumbrarse a no tener una ideología que lo intente explicar todo y asegure su adecuada transformación.

Estamos en una situación nueva. Es el momento de redescubrir la política, que es un arte y no una técnica. No se guía por maximalismos ideológicos, sino precisamente por el ejercicio de la prudencia. Las sociedades no necesitan ideologías para progresar, sino experiencia, sentido común y honradez: sabiduría para gobernar a las personas y técnica para gobernar las cosas. Y hoy es tarea de los intelectuales recordarlo.

Los logros del liberalismo…

Todos los países donde el comunismo ha desaparecido se han visto obligados a cubrir el hueco, y han asumido, en mayor o menor medida, las instituciones del liberalismo económico y político (sistema de libertades y democracia parlamentaria).

Pero es muy importante no caer en los viejos y malos hábitos de la simetría. El liberalismo no es una ideología como el comunismo. Se trata de algo mucho más modesto y también más maduro. Al hablar de liberalismo, hay que distinguir tres cosas: los programas de los partidos liberales, las doctrinas de los pensadores liberales históricos, y las instituciones políticas liberales. Aquí no hablaremos de los partidos políticos, donde la etiqueta «liberal» puede incluir desde partidos tradicionales hasta libertarios.

En cuanto a las doctrinas, y a pesar de algunos intentos teóricos, el liberalismo carece de unidad. Sólo existe una cierta concordancia de aspiraciones y de principios.

Como decía Benjamin Constant en el siglo pasado, el liberalismo es un sistema de principios. El liberalismo ha conseguido expresar y difundir en el ámbito político algunos principios fundamentales de derecho natural, como la dignidad, la libertad y la igualdad fundamentales de los hombres. En cambio, la parte más débil de las diversas doctrinas liberales suelen ser sus desarrollos teóricos que, tantas veces, nos resultan ingenuos (el contrato social de Rousseau, etc.).

En realidad, la aportación principal del liberalismo no es especulativa, sino propiamente política. En parte por deducción de sus principios, y en parte de la praxis política, ha conseguido crear un conjunto de instituciones (separación y equilibrio de poderes, democracia parlamentaria) y unas costumbres sociales que proporcionan el marco para una convivencia real y pacífica. Su gran logro es que unos principios teóricos verdaderos y fundamentales hayan llegado a encontrar expresión jurídica y a configurar profundamente la mentalidad y los hábitos de muchas sociedades. El éxito del liberalismo no es especulativo, sino político y educativo.

… y sus deficiencias

Pero no todo son ventajas en la tradición liberal. La experiencia ha puesto de manifiesto al menos cinco deficiencias del liberalismo, que conviene tener muy presentes precisamente ahora, en momentos de transformación política.

a) La primera es su individualismo. Al exaltar las libertades individuales, la tradición liberal tiende a olvidar los lazos naturales y las obligaciones que vinculan a los hombres entre sí, que no encuentran una expresión jurídica suficiente. La mentalidad liberal continental, que es fuertemente estatalista, ha chocado con las llamadas «instituciones intermedias» (matrimonio, corporaciones, asociaciones), en cuanto pueden limitar las libertades individuales, sin comprender bien su naturaleza, ni su aportación a la vida personal y social.

b) La segunda es su insolidaridad. Aunque jurídicamente se afirme su igualdad, los individuos de hecho no son iguales ni en sus capacidades ni en sus medios de fortuna. Por eso, en un régimen de libertad plena, se producen procesos de acumulación de poder económico y de marginación, y los débiles pueden quedar en manos de los más fuertes. De hecho se ha hecho necesaria la intervención del Estado para equilibrar las diferencias más graves para garantizar la solidaridad.

c) En tercer lugar, la tradición liberal, precisamente por su individualismo, no ha conseguido una fórmula satisfactoria para encuadrar las relaciones del trabajo con el capital, o mejor, para la participación del trabajador en la sociedad en que trabaja. El trabajo es tratado como un bien que se compra en el mercado; no se tienen en cuenta su valor humano y los vínculos personales a que da lugar. Los abusos han provocado la formación de sindicatos y otras organizaciones profesionales, y la intervención del Estado.

d) La cuarta debilidad del liberalismo es que la afirmación de la tolerancia como principio de respeto de todas las formas del pensar, y de la democracia como principio de decisión y fuente de verdad jurídica, tienden a crear una mentalidad relativista. Al afirmar incondicionalmente la libertad, se acaba recelando de toda verdad, porque impondría límites a la libertad.

e) La quinta debilidad ahonda esta paradoja. En la medida en que todos los principios se relativizan y pueden ser negados, la libertad que el sistema liberal quiere proteger se puede convertir en enemiga del propio sistema. Las democracias occidentales han tenido y tienen graves problemas frente a grupos violentos con fuerte identidad, como ya sucedió en la ascensión democrática de Hitler al poder.

Se necesita un cambio de mentalidad

En el Estado liberal, la libertad ha encontrado una expresión jurídica y social mejor que la igualdad y la fraternidad. Por eso, en todos los países de tradición liberal se han introducido más o menos correcciones prácticas a las ideas liberales, mediante un Estado intervencionista.

Ese Estado ha crecido intentando proporcionar cada vez más servicios al ciudadano y se ha convertido en el llamado Estado del bienestar. Hoy se advierten los síntomas de un crecimiento excesivo. La complejidad legal y administrativa ha superado las posibilidades reales de control de los propios dirigentes, que no son capaces de dominar bien sus resortes y gobernarlos con eficacia. Además, las inmensas concentraciones de poder atraen la avidez de los ambiciosos. Y las dificultades de control de un aparato tan complejo facilitan la corrupción. El Estado escapa a sus propios controles y, desde luego, al control de los ciudadanos, que sólo intervienen votando ocasionalmente.

Es el momento de una sociedad más activa. Esto no se puede lograr simplemente cambiando la legislación, sobre todo cuando el sistema legal está supersaturado. Es más bien un problema educativo. Se necesita un cambio de mentalidad, más responsable del bien común, al que están llamados a contribuir todos los agentes de la cultura. Por eso, es tan importante la reflexión sobre el sentido de la libertad y sobre el modo de difundir una educación de la libertad.

Ascética de la libertad

Si, buscando respuestas, acudiéramos a las distintas tradiciones sapienciales de la humanidad, nos encontraríamos con un dato sorprendente y casi unánime, pero muy olvidado entre nosotros. Tanto en la tradición filosófica platónica, aristotélica y estoica, como en la tradición budista y de las antiguas religiones orientales, como en las religiones del libro (judaísmo, cristianismo, islam), encontraríamos una advertencia semejante. En fuerte contraste con la tendencia consumista de Occidente, todas las tradiciones sapienciales afirman que el hombre, en primer lugar, debe ser libre ante sus deseos. Ésta es la primera dimensión de la libertad: la libertad interior.

Todas las tradiciones sapienciales han experimentado que, en el interior del hombre, hay fuerzas centrífugas y solicitaciones opuestas, que a veces chocan violentamente entre sí. Todas conocen la agitación de las pasiones; y desean la paz de una conducta prudente, guiada por una razón que se impone sobre los deseos. Por eso, la libertad interior no es un dato de partida, sino una conquista que cada hombre debe realizar. Cada hombre debe adquirir el dominio de sí mismo, imponiéndose la regla de la razón. Esto es la virtud.

En una de sus felices síntesis, Max Scheler ha dicho que el hombre es un «animal ascético». Sin ascética, el espíritu humano apenas puede vivir y desarrollarse normalmente. El principio ascético sapiencial de que el hombre debe dominar sus deseos está unido a la determinación de una escala de valores, que distingue entre bienes superiores e inferiores, bienes del alma y bienes del cuerpo. Hay que dominarse en lo inferior para alcanzar lo superior. Los bienes superiores no pueden ser alcanzados sin una ascesis rigurosa que libere del excesivo y a veces engañoso atractivo de los bienes inferiores. Esto contrasta con la mentalidad consumista secuestrada por la publicidad, que desconoce prácticamente la existencia de tales bienes.

En medio de una cultura de la abundancia, cada vez más preocupada por la salud y por el cultivo de lo corporal (ejercicio físico, deporte, danza) para mantenerse en forma, prolongar la vida y conseguir un cuerpo bello, hay que recordar que el espíritu también necesita ejercicio para mantenerse sano. Sin ascética no hay virtud, y sin virtud, no hay libertad. Hoy forma parte de la tarea de un estudioso recuperar el ideal de virtud, en el seno de una sociedad que lo ha olvidado.

Mística de la libertad

La doctrina estoica y otras tradiciones sapienciales como el budismo han dejado una valiosa experiencia sobre el dominio de sí, que proporciona ánimo y ejemplos. Pero no ofrecen una respuesta suficientemente positiva sobre el sentido de la libertad.

La doctrina cristiana ha encontrado una formulación especialmente lúcida y solemne sobre el sentido de la libertad humana, en la Constitución pastoral Gaudium et spes. A imagen de la Trinidad, que es comunión de personas, el hombre es un ser social por naturaleza. Realizarse significa, sobre todo, desplegar esa dimensión: en relación con Dios y en relación con los demás. Por eso, el sentido de la libertad y su plenitud se alcanzan en la donación de sí mismo. «Esta semejanza [con la Trinidad] demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, 24).

Esta formulación tan escueta encierra un principio de extraordinaria importancia. La realización del hombre, y el sentido de su libertad, culmina en el mandamiento del amor, entendido en un sentido nuevo específicamente cristiano.

Este amor cristiano es un amor personal, de comunión o ágape, y se distingue netamente del deseo, que las tradiciones estoica y budista rechazan. Resulta útil recordar, en este sentido, la vieja distinción entre amor concupiscentiae y amor benevolentiae. Entre el amor-deseo o amor-necesidad, que tiende a apropiarse de aquello a lo que aspira, y el amor-donación donde el amante se entrega a lo que ama. El segundo participa del carácter creativo del amor de Dios. Y es exactamente lo contrario de una mentalidad consumista, que tiende a poseer todo lo que desea.

Porque el hombre es un ser necesitado, no puede dejar de desear los bienes que necesita. Pero su relación con el mundo es mucho más rica. Junto a los bienes que necesita alcanzar y consumir (uti), reconoce la existencia de otros bienes que no se consumen, sino que se contemplan y gozan (frui).

El cristianismo añade una tercera dimensión, que exige una nueva actitud; además de los bienes que necesitamos consumir y de los que merecen nuestra contemplación, están las personas, que merecen nuestro amor.

Amor con obras

El eros platónico se mueve en el universo impersonal e intemporal de la verdad y de la belleza, mientras que el amor cristiano se mueve en un universo personal e histórico -se realiza en el tiempo presente-. El ágape cristiano es un amor de comunión que se expresa, confirma y realiza en acciones reales e históricas. En la donación de las capacidades reales, de la atención, del tiempo, de los bienes. En definitiva, es entrega y servicio. El aumento reciente del voluntariado es un signo esperanzador en este sentido.

Nuestra sociedad de consumo necesita hoy que se le abran los ojos a los bienes que se pueden contemplar y gozar: la verdad (ciencias y sabiduría) y la belleza (estética y moral). Y necesita también que se le ayude a descubrir el espacio de los bienes personales (comunión y amor con Dios y con el prójimo). Necesita ser preparada y educada para apreciar y poder realizar el amor-entrega, que es la mística de la libertad. Y para esto hay que recordar la importancia de la ascesis, para no quedar anegados por las exigencias del amor-deseo. Hay que poseerse para darse. La ascética prepara el camino para la mística del amor.

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