Cruzadas políticas

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Contrapunto

Que hoy día se pida al Vaticano la excomunión de un político y la condena de su partido parece un tanto anacrónico. Y si la petición se hace en la laica Francia y desde las páginas de Le Nouvel Observateur, el asunto es paradójico por partida doble. Pero, como en este caso se trata de frenar al Frente Nacional, parece que no es de mal tono recurrir incluso al brazo eclesiástico.

La cuestión de la eventual intervención del Papa ha sido planteada por Jean-Claude Guillebaud, que en el semanario tradicional de la izquierda pedía, en nombre de otros intelectuales, «una excomunión formal» de Le Pen y de su partido. Invocaba el precedente de la condena por Pío XI, en 1926, del «nacionalismo integral» de Charles Maurras y de la Action Française.

El cardenal Lustiger ha respondido que la Iglesia «no ha esperado al griterío que hoy se oye en Francia para hablar de la igual dignidad del hombre, de los inmigrantes, de Europa, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad o de la libertad religiosa». «No hay que confundir -ha añadido- el juego político y mediático, y las cuestiones morales y espirituales de la vida política y social, que la Iglesia nunca ha dejado de subrayar». Por otra parte, los estudios sociológicos muestran que la proporción de católicos que votan al Frente Nacional es inferior a la media nacional del electorado de Le Pen. Con lo cual, no parece que una eventual condena fuera a tener algún efecto.

El episodio, aun anecdótico, no deja de ser significativo. El año pasado, la celebración del aniversario del bautismo de Clodoveo, rey de los francos, dio lugar a un tenso debate sobre la laicidad. La mera celebración de un hecho religioso de gran alcance histórico hizo que se elevaran voces estentóreas contra «el complot papista y clerical» que pretendía intervenir en los asuntos políticos para controlar el Estado. Pero si entonces la laicidad estaba amenazada, ahora parece que, según algunos, la intervención de la Iglesia en un asunto manifiestamente político sería bienvenida.

La petición pone de relieve la tendencia a servirse del brazo eclesiástico para asuntos que interesan al poder secular. Hoy se pide la excomunión de los seguidores de Le Pen; mañana podría ser el entredicho de los defraudadores fiscales, de los contaminadores o de los traficantes de armas; y después se reclamarán indulgencias por el uso del condón. Pues, aunque se diga que el hombre de hoy ha perdido el sentido del pecado, no ha perdido la vieja costumbre de denunciar los pecados ajenos. No porque sean una ofensa a Dios, sino porque es algo que amenaza la propia seguridad o bienestar, lo cual exigiría también la condena por parte de la autoridad de la Iglesia.

El poder eclesial cumpliría así su papel de altavoz de las preocupaciones sociales. Pero un altavoz no puede pretender actuar por su cuenta. Porque si la Iglesia interviene para denunciar otros hechos incompatibles con la dignidad de la persona pero ampliamente admitidos en la sociedad permisiva, se dirá que intenta culpabilizar a la gente, que se inmiscuye en los asuntos del Estado o que pretende volver a implantar el orden moral.

Pero también aquí es necesario respetar la separación entre la Iglesia y el Estado, sin pretender instrumentalizar a la Iglesia en problemas que exigen un tratamiento político. A no ser que se pretenda volver a resucitar el espíritu de cruzada.

Ignacio Aréchaga

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