En su último libro, Por qué debemos llamarnos cristianos (1), el senador italiano Marcello Pera analiza la íntima relación entre un planteamiento liberal bien entendido y los valores cristianos. También denuncia los contraproducentes resultados de una laicidad llevada al extremo de avergonzar a Europa de su propia identidad.
Una carta de Benedicto XVI precede al texto de Pera, un ensayo que parece recoger, desde Europa, el guante lanzado al Viejo Continente por George Weigel en Política sin Dios. Ya en 2004 Pera, político y profesor de Filosofía en las universidades de Catania y Pisa, había unido su firma, en un libro, a la de Joseph Ratzinger, a propósito del tema de las raíces cristianas de Europa (cfr. Aceprensa, 14-06-2006).
Conocida es la disposición de Pera a aceptar la exhortación que el Papa ha dirigido a los no creyentes, entre quienes se cuenta: seguir la vieja fórmula de Pascal y de Kant de vivir “como si Dios existiese” (velut si Deus daretur). “La tengo por una solución sabia -ha dicho Pera-, porque nos hace a todos moralmente más responsables. Si Dios existe, existen también límites morales a mis acciones, comportamientos, decisiones, proyectos, leyes”.
El defecto del actual liberalismo
En este nuevo título, Marcello Pera, nacido en 1943 y amigo cercano de Karl Popper, hace un llamamiento a poner orden en el reblandecimiento de ideas que asedia al programa liberal, confundido y desorientado entre la disolución relativista y lo políticamente correcto. Para hallar un rodrigón firme vuelve Pera sobre la necesidad de remitirse a la radicalidad cristiana de la cultura europea. Pero también se trata de conjurar los peligros absolutizadores de lo que llama la “ecuación laica”, con el riesgo de que la premisa “el Estado liberal es laico” pueda degenerar en que el Estado liberal tiene la “religión de la laicidad”, una sacralización de la política que ha descrito Emilio Gentile como un avance hacia al totalitarismo.
Según Pera, “el defecto principal del actual liberalismo ha sido el de recluirse en una dimensión sólo política y procedimental, y el de olvidar que es una tradición con específicos y densos contenidos éticos que hunde sus raíces en la historia europea, de la cual es parte esencial la historia cristiana de Europa, incluida la Reforma”. Una observación que glosa en su carta Benedicto XVI al decir que “el liberalismo, sin dejar de ser liberalismo, más bien, para ser fiel a sí mismo, puede referirse a una doctrina del bien, en particular a la cristiana, que le es familiar, ofreciendo así verdaderamente una contribución para superar la crisis”.
Falacia del multiculturalismo
También ha merecido especial comentario del Papa la forma en que Pera trata el asunto del multiculturalismo, mostrando, en palabras del pontífice, “la contradicción interna de este concepto y, por tanto, su imposibilidad política y cultural”.
El filósofo italiano repasa en efecto todos los argumentos que se esgrimen a favor del multiculturalismo, concediendo, cuando procede, la verdad de muchas de sus razones. No admite, en cambio, una valoración de la cultura que pretenda sobreponerla al individuo y consagrar la intocabilidad de rasgos que se proponen como superestructuras sociales al margen de la condición humana: “Del hecho -señala el autor- de que los individuos no puedan ser lo que son sin una cultura, no se sigue que tal cultura exista independientemente de aquel individuo, como un club en el que éste se inscribiera”.
Por eso, pues, no pueden invocarse derechos en nombre de la diferencia si esto implica desconocer valores sociales imprescindibles: “Conceder o no conceder derechos de grupo depende de la cualidad de los derechos reclamados, de su conformidad con los derechos fundamentales garantizados a los ciudadanos en la sociedad amplia”.
En la línea de lo que ha señalado Pascal Bruckner en su Tiranía de la penitencia, Pera deplora la forma en que el multiculturalismo ha hecho nacer en los europeos un “complejo de culpa”. Por lo demás, el autor hace ver que una ojeada a la integración de los inmigrantes en Europa revela que no han sido eficaces las políticas con que la mentalidad multicultural pretendía cumplir aquel propósito; antes bien, haciendo fuertes las reivindicaciones de ciertos colectivos extranjeros sobre el mantenimiento de formas de vida notablemente ajenas a las del país receptor, el dogma multiculturalista ha contribuido a la creación de guetos o enclaves en los que lo cultural agrava las ya naturalmente periféricas condiciones en las que suelen establecerse los inmigrantes (Ver “La diversidad es perfectamente asumible”, Aceprensa, 18-03-2009).
En el mismo sentido, Benedicto XVI ha reconocido al libro de Pera el acierto de explicar que “un diálogo interreligioso en el sentido estricto de la palabra no es posible, mientras que es particularmente urgente el diálogo intercultural, que profundiza en las consecuencias culturales de la decisión religiosa de fondo. Si bien sobre esta última un verdadero diálogo no es posible sin poner entre paréntesis la propia fe, es necesario afrontar en el debate público las consecuencias culturales de las decisiones religiosas de fondo”, ha escrito el Papa.
Pronunciándose en efecto por un diálogo intercultural, Pera alude a la necesidad de relacionar las religiones con la verdad y el bien que buscan y con el modo de buscarlos, de manera que pueda valorarse lo que ellas aportan al desarrollo individual y social. Trascendiendo los miedos, los tabúes y la inocua tentación de lo sincrético (habla de un “islamocristianismo” imposible), el ex presidente del Senado italiano defiende que el comparativo “mejor” vuelva a incorporarse a las reflexiones y a los juicios que nuestro tiempo no puede menos que reclamar.
Diez razones para llamarse cristianos
De modo muy concreto, Pera concentra en forma de “decálogo” las razones por las que los liberales deben admitir sus raíces cristianas. Según esto, deben hacerlo:
Si guardan memoria de que la idea de la libertad humana arraiga en el pensamiento cristiano, que confirió al hombre la dignidad de una criatura a imagen y semejanza de Dios, y que, contra la incertidumbre relativista de múltiples verdades, proclama que “la verdad os hará libres”.
Si tienen conciencia de las dificultades de su doctrina y de la crisis de sus sociedades, pues según Pera la sociedad liberal es una unidad moral y espiritual que requiere de un revestimiento doctrinal adecuado y de virtudes a propósito.
Si comprenden que el liberalismo no puede ser autosuficiente, sino que su construcción depende de una elección que, en cuanto movida por la responsabilidad y la benevolencia hacia el prójimo, es una elección de matriz cristiana.
Si quieren resolver el problema de la estabilidad social, pues la libertad individual requiere, para no transformarse en violencia y caos, un límite y un sentido del pecado o de lo no negociable que sería siempre artificial si se confiase sólo a la imposición del derecho positivo.
Si no se quiere ser etnocéntricos y reducir los derechos humanos a la condición de privilegios propios de ciertas culturas.
Si se quiere dar un fundamento conceptual y no meramente histórico y anticlerical de la separación entre Estado e Iglesia, pues Pera considera que, a pesar de las luchas por el poder temporal, el cristianismo despojó conceptualmente a la figura del césar de su condición divina y proveyó al hombre de una dignidad que procede de Dios, y que es distinta de la ciudadanía que le otorga el Estado.
Si quiere conjurar el peligro o la profecía de su autodestrucción, pues, como decía Juan Pablo II, “una democracia sin valores se convierte fácilmente en un totalitarismo visible o encubierto” (Centesimus annus, n. 46).
Si recuerdan las atrocidades sucedidas cuando Europa ha abandonado el cristianismo y se ha “hecho pagana”: Auschwitz y los gulags.
Si quieren resolver la crisis moral que vive Europa actualmente.
Si quieren conservar el orgullo de su civilización, sostenerla cuando se la pone en cuestión, promoverla cuando se enfrenta a algún obstáculo, defenderla cuando se la ataca.
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NOTAS
(1) Marcello Pera, Perchè dobbiamo dirci cristiani. Il liberalismo, l’Europa, l’etica. Mondadori. Milán (2008). 196 págs. 18 €.