Juan Pablo II se ha quejado de que la Unión Europea margina la religión en el actual proceso de reforma. De la nueva Carta de Derechos Fundamentales quedó suprimida la alusión a la «herencia religiosa» del continente. La Convención que estudiará la revisión de los tratados constitutivos consultará con «las organizaciones que representan a la sociedad», y entre ellas no se menciona a las Iglesias. El Papa no pide una Unión Europea confesional, pero subraya que la laicidad exige reconocer las raíces religiosas de los pueblos de Europa.
El Consejo Europeo de Laeken, celebrado el pasado diciembre, instituyó una Convención, cuyos trabajos se iniciarán el 1 de marzo de 2002, con el objeto de preparar una nueva Conferencia Intergubernamental. Esta diseñará una nueva reforma de los tratados ante la próxima ampliación y previsiblemente adoptará una Constitución de la UE.
En su discurso anual al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede (10 de enero de 2002), Juan Pablo II comentó esta noticia y subrayó la necesidad de «que se aclaren cada vez mejor los objetivos de esta construcción europea y los valores sobre los que ha de apoyarse».
Acto seguido, el Pontífice utilizó un estilo directo para expresar una preocupación: «No sin cierta pena he visto que, entre los miembros que deberían contribuir a la reflexión sobre la Convención instituida durante la Cumbre de Laeken el mes pasado, las comunidades de creyentes no han sido mencionadas explícitamente. La marginación de las religiones que han contribuido y todavía contribuyen a la cultura y al humanismo de los que Europa está legítimamente orgullosa, me parece que son al mismo tiempo una injusticia y un error de perspectiva. ¡Reconocer un hecho histórico innegable no significa en absoluto ignorar toda la exigencia moderna de una justa laicidad de los Estados y, por tanto, de Europa!».
Un «etcétera»
La decepción del Papa provenía de un clamoroso etcétera que puede descubrirse en el anexo 1 de las conclusiones del Consejo de Laeken. Alguien podría argumentar que los etcétera se inventaron precisamente para evitar omisiones. Aun suponiendo que sea así, toda categoría incluida en ellos adquiere de inmediato la relevancia de lo secundario o de lo marginal.
Al igual que otras ONGs, la UE ha dado cabida en los últimos años a las opiniones de otros representantes sociales distintos de los Estados. La práctica de institucionalizar foros de consulta, en los que los posibles afectados por las decisiones de los Estados expresen sus puntos de vista, siempre será una medida positiva y favorecerá la transparencia sobre la actuación de los Estados.
En este sentido, el anexo 1 de las conclusiones del Consejo de Laeken dice lo siguiente: «Para ampliar el debate y asociar al mismo a todos los ciudadanos, se constituirá un foro abierto a las organizaciones que representan a la sociedad civil (interlocutores sociales, medios económicos, organizaciones no gubernamentales, círculos académicos, etc.)». ¿Quedan las confesiones religiosas reducidas al etcétera? Todo parece indicarlo, porque las acepciones corrientes de las cuatro tipos de organizaciones vagamente mencionadas no invitan a pensar directamente en Iglesias o confesiones religiosas.
Las Iglesias no están invitadas
La expresión interlocutores sociales podría interpretarse en el más amplio de los sentidos, pero no es menos cierto que en la terminología economicista de uso corriente suele emplearse para referirse a sindicatos y organizaciones empresariales, llamados también agentes sociales. El término medios económicos es lo suficientemente expresivo y no es aventurado pensar, de modo especial, en las empresas transnacionales que se desenvuelven en el marco de una economía globalizada.
Organizaciones no gubernamentales es una expresión muy amplia desde el punto de vista legal y designaría en principio a cualquier ente con personalidad jurídica diferente de los Estados y, en general, de los poderes públicos. Con todo, la acepción habitual de las ONG se refiere a asociaciones civiles de cooperación y fines humanitarios. Es sabido que algunas de ellas están vinculadas a entidades religiosas, pero el carácter espiritual de estas últimas no permite que sean asimiladas a las ONG.
Por último, los círculos académicos supone una clara alusión a los medios universitarios e intelectuales y, como en el caso de las ONG, también existen centros universitarios promovidos por entidades religiosas, pero sólo son un aspecto parcial de una labor de fines más amplios.
Tiene razón, por tanto, Juan Pablo II al denunciar que las comunidades de creyentes no han sido invitadas de modo explícito a participar en el foro de reflexión sobre la Convención preparatoria de la reforma más trascendente de la UE en sus más de cincuenta años de existencia. Sin embargo, esta situación no es novedosa y oculta una serie de discrepancias de fondo. Sus orígenes inmediatos están en el debate planteado a raíz de la adopción en el Consejo Europeo de Niza de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (7 de diciembre de 2000).
Veto francés
El preámbulo de la Carta está revestido de una cierta solemnidad en su inicio: «Los pueblos de Europa, al crear entre sí una unión más estrecha, han decidido compartir un porvenir pacífico basado en valores comunes». Es en el segundo párrafo donde aparecen las referencias a esos valores y las tradiciones en que se sustentan: «Consciente de su patrimonio espiritual y moral, la Unión está fundada sobre los valores indivisibles y universales de la dignidad humana, la libertad, la igualdad y la solidaridad, y se basa en los principios de la democracia y del Estado de Derecho».
Esta redacción no era así en el proyecto inicial. Un grupo de parlamentarios democristianos alemanes de la CSU había presentado la siguiente redacción: «Inspirándose en su herencia cultural, humanista y religiosa, la Unión está fundada…». Sin embargo, la delegación francesa se opuso a la inclusión del término «herencia religiosa» con el argumento de que era contrario al carácter universal de los valores y derechos proclamados en la Carta. El veto francés fue el origen de la redacción actual del preámbulo.
Un año después, el primer ministro Lionel Jospin aceptó hablar sobre este tema para el diario La Croix (20-XI-2001): «Nuestra actitud ha sido definida de común acuerdo entre el presidente de la República y yo mismo (…) Esta redacción corría el riesgo de plantear para nosotros un problema de constitucionalidad, pues tengo que recordar que Francia es un Estado laico (…) Por lo demás, ¿no les llama la atención el hecho de que los «padres fundadores» de Europa, los Schuman, De Gasperi o Adenauer, nunca -aunque entonces representaban a la democracia cristiana- interpretaron que la construcción europea se vinculara a una referencia religiosa? En ningún momento experimentaron la necesidad de introducir en los textos fundadores de Europa una mención específica a la herencia religiosa».
Perspectiva culturalista
El socialista Jospin reconoce en la citada entrevista que la religión, en su dimensión de cultura y en su compromiso con algunos valores fundamentales, sigue teniendo un papel en su vida. El primer ministro francés procede de una familia protestante y reconoce que sus orígenes han influido en su ética personal y que existe un parentesco entre los valores judeocristianos y la moral laica. Hace también las habituales referencias a las fuentes cristianas del arte, la música, la literatura o la filosofía, un poco en la línea del liberal Benedetto Croce cuando repetía aquello de «No podemos no ser cristianos». Cabe entender, en consecuencia, que los términos «patrimonio espiritual y moral», presentes en el preámbulo de la Carta, contienen para Jospin una referencia implícita a las religiones.
Es una perspectiva netamente culturalista en la que cabrían por igual la filosofía griega, las catedrales góticas o el socialismo utópico francés. El hecho de encabezar este párrafo del preámbulo con el adjetivo «conscientes» puede avalar esta interpretación. Se tiene conciencia de un pasado, pero los valores de dicho pasado no tienen por sí mismos utilidad para construir el presente. No se desecha el pasado por arcaico, pero sólo se lo valora porque resulta entrañable. Es un patrimonio que vive al compás de emociones y sentimientos, una especie de herencia de familia para admirar entre la curiosidad y el asombro, pero no necesariamente para llevar a la propia vida. «Conscientes» nada tiene ver que, desde luego, con el gerundio puesto originariamente en el texto de la Carta: «Inspirándose».
¿Asustan los fantasmas de un supuesto retorno a un antiguo orden, lo que algunos pensadores de los siglos XIX y XX idealizaban con el nombre de «Cristiandad»? Quizás algunos no acaban de creerse que el cristianismo no aspira a un reino de este mundo y se aferran a unos ejemplos históricos periclitados.
Valores religiosos y moral laica
Jospin reconocía en la entrevista de La Croix el parentesco entre los valores judeocristianos y la moral laica. En sus visitas a Francia, Juan Pablo II siempre ha hecho un elogio de la tríada definidora de la República Francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Y a la vez ha insistido en los orígenes cristianos de esos términos. De ahí que no sea exagerado afirmar con el cardenal Lustiger, arzobispo de París, en La elección de Dios, que los acontecimientos del siglo XVIII han supuesto una especie de nuevo cisma en el marco de la historia del Occidente cristiano. Así pues, la Iglesia católica nunca podría formar parte de un supuesto frente de las religiones, temido por algunos, contra el humanismo laico.
Recordemos que en el citado discurso al cuerpo diplomático, el Papa reconoce que no se puede «ignorar toda la exigencia moderna de una justa laicidad de los Estados y, por tanto, de Europa». La laicidad no se opone a la convivencia y la cooperación entre la esfera temporal y la espiritual. La libertad religiosa no queda relegada al ámbito de la conciencia o al del culto en común. Si existe parentesco entre valores religiosos y moral laica, desde la libertad civil la Iglesia puede reclamar su derecho a inspirar la ética y su dimensión social. Por tanto, y a pesar del etcétera del documento oficial, pretende ser oída en el foro de reflexión de la Convención surgida en el Consejo de Laeken.
Por lo demás, el presidente de la Comisión Europea, Romano Prodi, en una alocución sobre las religiones monoteístas y el futuro de los pueblos (20-XII-2001), quiso matizar lo que algunos textos oficiales han querido desconocer: «Este nuevo proceso europeo necesitará estar abierto a todas las asociaciones europeas e instituciones civiles: y esto definitivamente incluye a las Iglesias y religiones. Las religiones son parte de este proceso; no son extrañas. Esto es importante si Europa es capaz de mirar hacia dentro, hacia las raíces de su historia, y hacia fuera, hacia su propio futuro».
La laicidad según Juan Pablo II
En su discurso del 11-X-1988 al Parlamento Europeo, Juan Pablo II precisó el sentido de la laicidad, distinguiéndolo de los abusos por uno y otro extremo. Ofrecemos un extracto de aquella intervención.
Distinción de ámbitos. Es en el humus del cristianismo donde la Europa moderna ha asumido el principio -a menudo perdido de vista en el curso de los siglos de cristiandad- que gobierna de modo más fundamental su vida pública: el principio, proclamado en primer lugar por Cristo, de la distinción entre «lo que es del César» y «lo que es de Dios» (cfr. Mt 22,21). Esta distinción esencial entre la esfera de la administración exterior de la ciudad terrena y la de la autonomía de las personas, se ilumina a partir de la distinta naturaleza de la comunidad política a la que pertenecen necesariamente todos los ciudadanos, y de la comunidad religiosa a la que se adhieren libremente los creyentes.
Después de Cristo no es ya posible idolatrar una sociedad como grandeza colectiva devoradora de la persona humana y de su destino incoercible. La sociedad, el Estado, el poder político pertenecen al marco contingente y siempre perfectible de este mundo. Ningún proyecto de sociedad podrá jamás establecer el Reino de Dios, esto es, la perfección escatológica, sobre la tierra. Los mesianismos políticos desembocan con frecuencia en las peores tiranías. Las estructuras que se dan las sociedades no tienen jamás un valor definitivo; ni pueden siquiera procurar por sí solas todos los bienes a los que el hombre aspira. En concreto, no pueden suplantar la conciencia del hombre, ni su búsqueda de la verdad y del absoluto.
Límites del poder civil. Decir que corresponde a la comunidad religiosa y no al Estado gestionar «lo que es de Dios», significa poner un límite saludable al poder de los hombres. Y este límite se refiere a la esfera de la conciencia, a los fines últimos, al sentido último de la existencia, a la apertura al absoluto, a la búsqueda de una perfección nunca conseguida, que estimula al esfuerzo e inspira las decisiones justas. Todas las corrientes de pensamiento de nuestro viejo continente deberían reflexionar sobre las oscuras perspectivas a las que conduce excluir a Dios de la vida pública, a Dios como última instancia de la ética y garantía suprema contra todos los abusos de poder del hombre sobre el hombre.
Integrismo y totalitarismo. Nuestra historia europea muestra abundantemente que a menudo se ha franqueado en los dos sentidos la frontera entre «lo que es de César» y «lo que es de Dios». La cristiandad latina medieval -por no poner otro ejemplo-, que por otro lado ha elaborado teóricamente, asumiendo la gran tradición aristotélica, la concepción natural del Estado, no ha evitado siempre la tentación integrista de excluir de la comunidad temporal a quienes no profesaban la verdadera fe.
El integrismo religioso, que no distingue entre la esfera de la fe y la de la vida civil, persistente todavía hoy en otras tierras, resulta incompatible con el espíritu propio de Europa tal como ha sido plasmado por el mensaje cristiano.
Pero, en nuestro tiempo, las más graves amenazas han procedido de otro ámbito, cuando las ideologías han absolutizado la misma sociedad o un grupo dominante, en detrimento de la persona humana y de su libertad. Allí donde el hombre no se funda en una grandeza que lo trasciende, corre el peligro de abandonarse al poder sin frenos del arbitrio y de los pseudo-absolutismos que lo aniquilan. La fe no puede ser relegada a la esfera privada. Tras dos milenios, Europa ofrece un ejemplo muy significativo de la fecundidad espiritual del cristianismo, que por su propia naturaleza no puede ser relegado a la esfera privada. El cristianismo, en efecto, tiene vocación de profesión pública y de presencia activa en todos los ámbitos de la vida. Es también deber mío subrayar con fuerza que, si se impidiera al sustrato religioso y cristiano de este continente ejercer su papel de inspirar la ética y su dimensión social, no sólo se negaría toda la herencia del pasado, sino que incluso se pondría en tela de juicio el porvenir del hombre europeo, creyente o no.
Para saber más
♦ Texto español de la Carta de Derechos Fundamentales de la UE: http://ue.eu.int/df/docs/es/ES_2001_1023.pdf
Para encontrarla en otros idiomas, ir a http://europa.eu.int, elegir idioma y luego seleccionar, en el menú equivalente a «Actualidad» («News», etc.), el enlace a la Carta.
♦ La Carta ha sido analizada en los servicios 79/00, segunda parte («La UE prepara una Carta de Derechos Fundamentales»), y 132/00 («La Carta Europea de Derechos Fundamentales, en su último tramo»). Además, el servicio 22/01 («Fundamentos espirituales para una Europa con futuro») recoge una conferencia del Card. Ratzinger que se pregunta sobre los valores implícitos en la Carta.
♦ Las conclusiones del Consejo Europeo de Laeken se pueden leer en: http://ue.eu.int/pressData/es/ec/DOC.68832.pdf (español)
A las versiones en distintos idiomas se accede desde la página: http://europa.eu.int/council/off/conclu/index.htm
♦ La UE tiene unas páginas especiales sobre el debate previo a la Conferencia Intergubernamental que prepara la Convención (http://europa.eu.int/futurum). A través de ellas los ciudadanos pueden aportar sus opiniones.