¿Derechos universales o diferentes según las culturas?
Al examinar el respeto a los derechos humanos en el mundo, surge el debate entre los que alegan que hay que tener en cuenta las distintas concepciones culturales y los que piensan que deben respetarse de igual modo en Inglaterra que en Indonesia. En el caso de los países islámicos, despiertan a menudo fuertes críticas sus sanciones penales, la situación jurídica de la mujer o la falta de reconocimiento de la libertad religiosa, sin que a menudo se distinga bien entre lo que responde a la cultura del país y lo que se debe a la religión. Para matizar estas cuestiones, preguntamos a Zoila Combalía, profesora de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza, que ha dedicado buena parte de sus investigaciones al estudio de los aspectos jurídicos del Islam, y acaba de publicar el libro El derecho de libertad religiosa en el mundo islámico (1).
Las declaraciones de derechos humanos fueron impulsadas por personalidades y organizaciones de Occidente. ¿Se reconocen los países islámicos en ellas? ¿Qué echan en falta?
Es común en Occidente considerar el reconocimiento de los derechos humanos como un logro exclusivo de la propia cultura. Esta consideración se acompaña, a veces, de acusaciones dirigidas contra el Islam de violar los derechos humanos, acusaciones no siempre debidamente fundadas. Por ejemplo, la ablación del clítoris no es una práctica islámica y, sin embargo, los medios de comunicación occidentales se la reprochan con frecuencia al Islam; la venta de la hija en matrimonio tampoco tiene fundamento alguno en el derecho musulmán, que desde sus orígenes prescribe que la dote la reciba directamente la mujer y no sus padres o parientes según la costumbre preislámica. Se cometen ciertamente abusos entre la población y las comunidades musulmanas; también se cometen en Occidente y, sin embargo, sería injusto atribuir esas conductas al cristianismo. Por eso me parece importante un conocimiento del Islam más riguroso que el que ofrecen los medios de comunicación, cargado de estereotipos y sensacionalismo.
La actitud occidental de atribuirse la paternidad de los derechos humanos suscitó una reacción que se materializó en la promulgación de una serie de declaraciones que afirman la paternidad, identidad e idiosincrasia islámica de los derechos humanos.
En mi opinión, es positivo que los derechos humanos se vistan con traje occidental, islámico o de cualquier otra cultura, de modo que todos podamos reconocerlos como propios; ahora bien, igualmente importante me parece el que, tras los distintos ropajes y modos, exista un acuerdo universal acerca del contenido esencial de la dignidad de la persona y de sus derechos. Pienso que estas son las claves que hay que saber conjugar para el éxito de la convivencia intercultural: el respeto por lo diferente y, al mismo tiempo, el consenso en un mínimo común de convivencia.
¿Se reconocen los Estados islámicos en los documentos de Naciones Unidas? Los Estados islámicos generalmente los ratifican. Lo que ocurre es que, en ocasiones, introducen tales reservas al ratificarlos, que no queda claro cuál es el alcance del compromiso que adquieren. Así, por ejemplo, algunos Estados, al suscribir los pactos, afirman que limitan su compromiso a la compatibilidad de los mismos con la ley islámica, sin especificar cuáles sean tales limitaciones.
Declaraciones islámicas de derechos
¿Hay algunos rasgos característicos del modo de concebir los derechos humanos en los países de cultura islámica o la situación es tan variable como los regímenes políticos?
El Islam es una realidad plural y compleja por lo que es imposible hablar de «la» concepción islámica. Hay que tener en cuenta, además, que el Islam no es una iglesia jerárquica, sino una comunidad que carece de una autoridad que interprete auténticamente la doctrina, por lo que existen dentro del Islam distintas -y a veces contradictorias- interpretaciones. Esto es aplicable también al contenido de los derechos humanos.
No obstante, del análisis de las declaraciones emanadas de organismos islámicos como la Organización para la Conferencia Islámica (OCI), el Consejo Islámico de Europa (CIE) y otros, se podría inferir que, frente a la concepción laica que inspira los textos occidentales y de Naciones Unidas, el espíritu islámico de los derechos es esencialmente religioso. Se parte de que los derechos son dones otorgados por Dios al ser humano para que pueda alcanzar su destino. Son, por tanto, indisociables del ámbito de deberes y obligaciones de la persona, y así se formula expresamente. Por ejemplo, en la declaración del CIE, junto al derecho a la libertad de pensamiento, se recoge el deber de buscar la verdad. No se trata sólo de un espíritu religioso, sino confesional: los derechos concedidos por Dios son los que recoge la ley islámica (Sharia).
En definitiva, los documentos occidentales responden a una filosofía liberal que lleva a reconocer los derechos como espacios de libertad a llenar por el individuo con el contenido que le parezca, siempre que con ello no invada el espacio ajeno. Mientras que los documentos occidentales suelen referirse al orden público o a los derechos de terceros, en las declaraciones islámicas el límite que se recoge es el de la ley islámica. Los documentos islámicos, sin embargo, no recogen derechos vacíos de contenido, sino derechos con el contenido que fija la ley islámica, expresión del designio divino para el hombre. No quiere esto decir que solo los musulmanes sean titulares de derechos y libertades; todo ser humano lo es, pero por el motivo, con el alcance y los límites que establece la ley religiosa islámica. A este respecto es ilustrativo el propio enunciado de la declaración del CIE: «Declaración islámica universal de derechos humanos».
Sin derecho a cambiar de religión
En cuanto al modo de concebir la libertad religiosa, ¿se observa alguna evolución en el sentido no solo de respetar a las minorías religiosas extranjeras, sino también de aceptar la posibilidad de que un ciudadano abrace una fe distinta del Islam?
Así como el Corán prescribe expresamente la libertad en la conversión («que crea quien quiera y, quien no quiera, que no crea»), tal libertad no existe para abandonar la fe.
El derecho musulmán persigue duramente el abandono del Islam, y lo castiga con la muerte. La pena capital para el apóstata se apoya en un hadith (relato atribuido al Profeta) que afirma: «A aquel que cambia de religión, matadle». Algunos estudiosos interpretan que la sanción prescrita en este hadith obedecía a que, quienes abandonaban el Islam durante la vida del Profeta, solían tomar las armas contra los musulmanes que, por entonces, constituían una comunidad pequeña y vulnerable, por lo que la pena de muerte se configuró como exigencia de autodefensa en tiempos de guerra.
En la actualidad algunos países islámicos contemplan todavía en sus códigos penales la apostasía como un delito castigado con la muerte. Estos casos no son frecuentes. Sí son, sin embargo, numerosos los Estados musulmanes que imponen sanciones civiles al que abandona el Islam. Así, en muchos países, la apostasía causa la disolución del vínculo matrimonial, la pérdida de la custodia de los hijos, de determinados derechos sucesorios, etc.
En el ámbito internacional de Naciones Unidas, el principal obstáculo para el consenso con los países islámicos en materia de libertad religiosa, ha sido si el cambio de creencias es parte o no del derecho de libertad religiosa. Se acogió como tal en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, pese a la férrea oposición de Arabia Saudí, en un momento en el que todavía eran muy pocos los países musulmanes que formaban parte de la ONU. Veinte años más tarde, el desarrollo jurídicamente vinculante de la libertad religiosa que hizo el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, suprimió la referencia al cambio de religión debido a la presión que ejercieron los Estados islámicos.
En cuanto al respeto a las minorías, el planteamiento es distinto. A grandes rasgos, podría apuntarse que la tolerancia hacia las minorías religiosas -especialmente hacia las llamadas religiones del libro: cristianos, judíos y zoroastras-, es parte importante del Islam. No así la igualdad. La igualdad como binomio indisociable de la libertad al modo occidental (igual libertad religiosa para todos), requiere cierta separación Iglesia-Estado. La comunidad islámica (la umma), pese a los esfuerzos de algún sector actual de la doctrina, es en sus orígenes una comunidad indisociablemente religiosa, cultural, política, económica, etc. De ahí que, en el mundo islámico, más que hablar de libertad religiosa (expresión que lleva implícita de algún modo la igualdad), habría que hablar de tolerancia religiosa. Tal tolerancia es un valor islámico, con independencia, una vez más, de las desviaciones que puedan cometerse, no en uso de la religión, sino abusando de la misma.
La libertad de la mujer
¿Se observa últimamente algún cambio favorable en la legislación sobre los derechos de la mujer y su aplicación práctica en estos países?
Me parece importante recordar que, históricamente, el Islam supuso cierto adelanto en cuanto a la posición que tenía entonces la mujer en algunas poblaciones del territorio árabe. No introdujo la poligamia, el repudio u otras instituciones que ya existían en esas sociedades. Lo que hizo el Islam fue restringirlas (por ejemplo, respecto a la poligamia, estableciendo el límite de cuatro esposas y la condición de que el marido fuera capaz de tratar con equidad a sus mujeres). Prescribió, en términos inequívocos, la libertad de la mujer para disponer y administrar sus bienes sin control alguno del marido. Su posición en la familia, como esposa y madre, era altamente valorada y no se consideraba inferior, en cuanto a dignidad, a la del hombre.
Ciertamente el Islam acogió la concepción patriarcal imperante en la sociedad (también en Occidente), según la cual el cabeza de familia era el varón. Al marido le compete la obligación de pagar la dote (mahr) a la mujer y de velar por su protección y sostenimiento económico (nafaqa). A cambio de esta responsabilidad, se le atribuyen una serie de prerrogativas durante el matrimonio (la mujer debe obedecerle y velar por la buena marcha del hogar) y en el momento de su disolución (repudio unilateral o talak).
En virtud de la presión ejercida por los movimientos feministas en el mundo musulmán, muchos gobiernos han introducido en los últimos años importantes reformas en sus códigos de estatuto personal. Así, se ha regulado la posibilidad de un pacto de monogamia en el momento de celebrar matrimonio, se ha exigido en algunos casos una autorización judicial y fijado una compensación económica para el supuesto de repudio, se ha limitado la intervención del tutor matrimonial o, incluso, en el caso de Túnez, se ha llegado a abolir la poligamia y el repudio.
La resistencia a las reivindicaciones feministas hace hincapié en la letra del libro sagrado y de la tradición que permite y regula las instituciones de inspiración patriarcal. Además, éstas están íntimamente relacionadas entre sí, por lo que la modificación de una afecta fácilmente a las demás. Por ejemplo, las disposiciones islámicas sucesorias son claramente discriminatorias para la mujer, a la que se asigna, habitualmente, la mitad de la porción que corresponde al varón. Lo que ocurre es que, mientras que el varón tiene la obligación de sostener económicamente a los hijos y a la mujer, ésta no ha de gastar nada en su sostenimiento ni en el de la familia, incluso aunque tuviera un patrimonio importante, superior al del marido.
Esto ha originado algunas dificultades en los foros internacionales, especialmente en el momento de suscribir el Pacto de Naciones Unidas contra la discriminación de la mujer, de 1981. La mayor parte de los países islámicos lo han ratificado, pero introduciendo reservas sustanciales. Como justificación a las reservas han alegado que el derecho islámico no busca la igualdad jurídica entre el hombre y la mujer, sino la equidad, que es lo que salvaguarda la familia. A cada uno le corresponden derechos y deberes distintos y complementarios según el diferente papel que desempeñan.
Los derechos de los inmigrantes
A través de la inmigración, cada vez es mayor la presencia musulmana en Europa. Con una visión multiculturalista, ¿habría que reconocerles algunos derechos específicos en función de su cultura? ¿Cabe esperar que al impregnarse de la cultura europea descubran el valor de unos derechos de los que quizá no gozaban en su país de origen?
Más que derechos específicos, se les deben reconocer los derechos universales que, en su caso, tendrán manifestaciones específicas. Por ejemplo, el derecho de toda persona a elegir para sus hijos la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones, en el supuesto de inmigrantes musulmanes se traducirá en la posibilidad de dar a sus hijos una educación islámica. España ha suscrito un acuerdo de cooperación con la comunidad islámica en el que se prevé que los niños musulmanes puedan recibir enseñanza religiosa en la escuela.
Su presencia en Europa puede ayudarles a descubrir nuevos valores, si sabemos mostrárselos sin imponérselos. Por ejemplo, aun si juzgamos que el uso del pañuelo es un signo de sumisión de la mujer, no creo que el camino para que las niñas musulmanas aprendan la igualdad sea arrancárselo en la escuela violentando sus convicciones y las de sus padres. Una vez educadas en la igualdad, ellas mismas se quitarán el pañuelo si entienden que su uso la contraría.
Por otra parte, el contacto con el Islam y con otras culturas nos debería servir para reflexionar sobre algunas limitaciones y carencias de la nuestra: el asfixiante ritmo de competitividad, materialismo y consumismo en el que estamos inmersos, el beligerante laicismo decimonónico y decadente, la falta de aprecio hacia los mayores, el utilitarismo, etc. Sin perder nuestra identidad cultural, más aún, fomentándola, recuperando nuestros valores y educando en ellos a nuestros hijos, la apertura a otras culturas es, sin duda, enriquecedora, también para el país de acogida.
______________________________________(1) Zoila Combalía. El derecho de libertad religiosa en el mundo islámico. Navarra Gráfica Ediciones. Pamplona (2001). 279 págs.