Cada vez se ve más clara la necesidad de que la democracia se inspire en unos valores éticos fundamentales. La falta de estos principios morales pone en peligro la realización del pluralismo. A la luz de la experiencia de la revolución americana de 1776, Richard J. Neuhaus reflexiona sobre algunas condiciones para el futuro de la democracia, que sintetiza en diez propuestas. El texto que ofrecemos es un resumen de la conferencia que pronunció en Roma en el Pontificio Ateneo de la Santa Cruz durante el simposio «Política y ética en la sociedad del 2000». (1)
1. La soberanía del Estado democrático debe rendir cuentas a una soberanía más alta.
Las críticas de la teoría y práctica democráticas, incluidas las católicas, afirman con frecuencia que el mayor problema de la democracia es que no reconoce una soberanía más alta que la del pueblo. El Estado democrático, al pretender representar la vox populi, se presenta a sí mismo como la vox Dei, con lo que se transforma en un ídolo.
Es cierto que, en la democracia, la soberanía queda en el pueblo. Pero un pueblo libre, es libre para reconocerse depositario de una soberanía más alta. En este punto la revolución de 1776 es muy distinta de la de 1789. En la versión jacobina de la democracia, el Estado encarna lo que Rousseau llama la Voluntad General, más allá de la cual no existe tribunal de apelación. En la versión americana, se reconoce que la sociedad es anterior y superior al Estado.
Es preciso señalar, sin embargo, que depende del pueblo reconocer una soberanía tan alta. Como afirmaron algunos fundadores americanos, el orden constitucional está pensado para una población virtuosa y religiosa. En otras palabras, no es una «máquina que anda sola». Este es el motivo por el que la democracia es siempre una empresa arriesgada.
El artículo que se refiere a la religión en la Primera Enmienda de nuestra Constitución tiene dos cláusulas. Una prohíbe «la institución como religión de Estado» de cualquier religión y la otra garantiza el «libre ejercicio» de la religión. La primera está al servicio de la segunda: el libre ejercicio es el fin, y la no institución de una religión de Estado, un medio al servicio de ese fin. Esta interpretación no siempre ha prevalecido en nuestra jurisprudencia. En los últimos años, los tribunales han actuado frecuentemente como si pensaran que la no institución de una religión de Estado fuera el fin, y al servicio de tal fin han limitado claramente el libre ejercicio de la religión, al menos en la esfera pública.
En el orden constitucional entendido correctamente, el Estado reconoce una soberanía superior a la suya y admite que esta superioridad está determinada por la población. Donde el pueblo es mayoritariamente cristiano, como en el caso de Estados Unidos, la institución que da testimonio de esa mayor soberanía es la Iglesia (en sentido ecuménico: todas las comunidades cristianas).
Verdad y democracia
2. En una sociedad democrática, las personas viven bajo numerosas, y a veces conflictivas, soberanías.
En una sociedad democrática, existe un debate sobre las verdades acerca de la persona y de la comunidad en las que se basa la democracia. Estas incluyen las «verdades evidentes» a las que alude nuestra declaración de independencia. Verdades sobre los hombres, creados iguales y dotados por Dios de ciertos derechos inalienables. La profunda antropología, cristológicamente fundada, contenida, por ejemplo, en la encíclica Centesimus annus ofrece una inestimable aportación para dar cuerpo a las verdades fundamentales del orden democrático.
3. Los problemas de la democracia son inherentes a la misma democracia.
En las «nuevas democracias» de la Europa post-comunista muchos manifiestan desilusión porque, después de cinco o seis años, están todavía luchando con los problemas de la democracia. En Estados Unidos estamos luchando con estos problemas después de los más de 220 años que hace que se instauró el actual orden constitucional.
La difícil relación entre verdad moral y política democrática forma parte de la democracia. Las dificultades no son necesariamente el resultado de la mala voluntad de un partido político o de las instituciones. El moderno Estado democrático, como todos los Estados modernos, tiene un insaciable apetito, quiere englobar la entera realidad social, incluida la religión. El Estado, con frecuencia movido por rectas intenciones, tiene siempre la tentación de convertirse él mismo en una Iglesia.
4. La democracia es y será siempre insatisfactoria.
Se cita frecuentemente un párrafo de Churchill: «La democracia es el peor sistema de gobierno conocido por el hombre, exceptuando todos los demás que se han probado». Hay sabiduría en esta afirmación. Para el cristiano, en realidad para cualquier persona que aspire a vivir en la verdad, el único orden satisfactorio es el reino de Dios, prometido en el cumplimiento escatológico de la historia. La política, incluida la democrática, es como mucho una respuesta penúltima.
La democracia, aun siendo un bien relativo, es superior a otros sistemas políticos porque 1) es la forma de gobierno que en las actuales circunstancias de la modernidad mejor se acomoda al concepto cristiano de dignidad humana; 2) promueve y protege mejor el ejercicio de los derechos humanos más básicos; 3) ofrece un amplio espacio para el ejercicio de la responsabilidad personal y la búsqueda del bien común; 4) en su dimensión económica, concuerda más con la productividad humana y con una justicia aproximativa; y, lo más importante, 5) está institucionalmente abierta al futuro y por eso también al futuro último del hombre, es decir, al Reino de Dios.
Por encima de las mayorías
5. La democracia es más que el conjunto de las instituciones democráticas.
Las instituciones (elecciones, sistema judicial objetivo, prensa libre) son condiciones necesarias pero no suficientes para una democracia. Hace mucho tiempo, Aristóteles definía la política como el deliberar de personas libres sobre el tema: «¿cómo deberíamos ordenar nuestra vida común?». La palabra «deberíamos» indica que la política necesariamente es una iniciativa moral. La moralidad no se entromete en la política democrática, es en realidad su corazón. Los términos que regulan la política -por ejemplo, justicia, lealtad, bien común- son todos términos morales.
Para que los hombres puedan deliberar libremente sobre su vida común debe haber varias comunidades donde eso se pueda hacer y algunas que sean verdaderamente independientes del orden político. La más importante de todas ellas es la Iglesia. Por eso, Alexis de Tocqueville dijo que en la democracia americana «la religión es la primera institución política». Es en esas comunidades donde los hombres aprenden los hábitos de la vida en común. Como subraya el Santo Padre en la Centesimus annus, esto no significa que el mensaje cristiano sea una ideología ni que la Iglesia sea uno más entre los actores de juego político. La Iglesia puede proporcionar el cuadro cognoscitivo y moral en el que se encuadra la actividad política. A veces, como nos ha recordado la Evangelium vitae, esto supondrá afirmar sin compromisos las verdades morales que el Estado, poniendo en entredicho su propia legitimidad, viola. Esto no es sólo un peligro teórico sino que es la situación actual en algunos de nuestro países en relación con cuestiones como el aborto y la eutanasia.
6. La democracia es más que el dominio de la mayoría.
Naturalmente, la democracia es el dominio de la mayoría a través de las instituciones representativas y en el respeto de los límites constitucionales. Esto no quiere decir que todo pueda ser objeto de votación. Entre las cosas que no se someten al voto figuran la libertad religiosa, la libertad de expresión, la libertad de asociación y otros derechos civiles básicos que hacen la política democrática posible y moralmente valiosa. Desde luego, un pueblo puede votar democráticamente para eliminar esos derechos básicos, pero entonces la democracia habría dejado de ser democracia.
La posibilidad de la democrática autodestrucción de la democracia nos recuerda de nuevo que la democracia necesita algo más que la existencia de instituciones democráticas. Sugeriría la siguiente máxima: la política es en su mayor parte el fin de la cultura; en el corazón de la cultura está la moralidad y en el centro de la moralidad, la religión. Cuando se olvida esta máxima, la democracia entendida como dominio de la mayoría lleva a la muerte de la democracia.
La ética en las decisiones políticas
7. La democracia presupone que la legitimidad de la ley positiva depende de su compatibilidad con la ley moral.
En las democracias contemporáneas se suele decir que «la moralidad no se puede legislar». En realidad, es verdad lo contrario: la moralidad es lo único que se puede legislar. Todas las cuestiones políticas de importancia son cuestiones morales. Prohibimos el asesinato, el robo, la difamación, la publicidad fraudulenta. Sea cual sea el vocabulario que se use para justificar esas medidas, las hacemos nuestras porque parecen justas y previenen contra lo que parece equivocado. «Justo» y «equivocado» son categorías morales. La cuestión no es si se legisla o no, sino cómo legislar sobre moralidad. En las democracias, legislamos sobre moralidad de un modo democrático.
Otra cuestión importante es con qué amplitud la política define su mandato moral. Aquí hay que decir que el Estado democrático es necesariamente un Estado limitado. Está limitado esencialmente por el reconocimiento de una soberanía más elevada, y por las justas pretensiones de otras comunidades y por sus funciones en el recto ordenamiento de la sociedad. El discernimiento y la enseñanza de la ley moral, por ejemplo, es sobre todo una tarea de instituciones como la familia y la Iglesia.
La familia y la Iglesia, las asociaciones de todo tipo, son instituciones mediadoras de la sociedad. Están entre el individuo autónomo y las «megaestructuras». La idea de instituciones mediadoras está estrechamente relacionada con la doctrina católica de la subsidiariedad.
La protección de la vida humana inocente es la primera función del Estado limitado. El aborto es, sin lugar a dudas, una cuestión pública. El debate sobre el aborto no trata sobre las opiniones privadas a la hora de valorar cuándo empieza la vida humana. Esta no es una cuestión moral o política, ni objeto de opinión personal. Es una cuestión que ha respondido la ciencia.
El debate sobre el aborto trata sobre la pregunta: «¿quién pertenece a la comunidad por la cual asumimos una común responsabilidad?». Esta pregunta es, sin duda, de carácter político. Si Aristóteles está en lo cierto, entonces el aborto es la cuestión política más inevitable a la que debe responder ese «nosotros». No se trata de una cuestión privada sino de la más pública de las preguntas: ¿quién forma parte de la vida pública?
La imposición de creencias secularistas
8. La separación entre Iglesia y Estado no significa y no debe significar la separación de la religión de la vida pública.
El Estado no debería profesar una fe. Eso es lo que hace, sin embargo, cuando -en hostilidad con la fe del pueblo- profesa el sucedáneo del secularismo militante. El gran peligro antidemocrático no viene del ejercicio libre de una religión sino de la imposición de creencias secularistas por parte de gobiernos que no creen en una soberanía más elevada. Esta fue la realidad del nazismo y del comunismo. El peligro está también presente en nuestras democracias cuando «la separación entre Iglesia y Estado» se entienden como separación entre religión y vida pública. La plaza pública, por naturaleza, rechaza el vacío. Si no se llena con la expresión de las más profundas convicciones del pueblo, incluidas las religiosas, se llenará con cualquier creencia secularista.
La separación entre Iglesia y Estado, hay que subrayar esto, es una limitación del gobierno, no de la religión. Esto quiere decir que el Estado reconoce su incompetencia en las más importantes áreas de la vida y especialmente respecto a las preguntas fundamentales formuladas por la religión.
9. El pluralismo está escrito en el guión de la historia.
Con frecuencia, la gente recurre al pluralismo cuando argumenta que se debería separar la religión de la vida pública. Afirman que es necesaria la desnudez, el vacío de la plaza pública, «porque vivimos en una sociedad pluralista». El auténtico pluralismo no significa ocultar nuestras más profundas diferencias. Al contrario, es asumirlas dentro del vínculo de la civilización. El pluralismo requiere el respeto mutuo entre las personas, no indiferencia ante la verdad. Se puede estar de acuerdo con la vieja máxima «el error no tiene derechos», al tiempo que se reconoce que el error está unido a personas y que esas personas sí tienen derechos.
¿Significa esto que la tolerancia es una virtud cristiana? Pienso que la respuesta, definitivamente, es sí. Pero tolerancia no es indiferencia, no es simplemente «soportar» a aquellos con quienes no estamos de acuerdo. Es un genuino respeto por los demás. Los secularistas sostienen habitualmente que la religión es una amenaza a la tolerancia, y no faltan ejemplos que lo manifiestan. Pero debemos afirmar con fuerza que la religión es el más sólido fundamento de la tolerancia. Por ejemplo, no nos matamos entre nosotros a causa de nuestros desacuerdos sobre la voluntad de Dios, porque estamos de acuerdo que la voluntad de Dios es que no nos matemos entre nosotros a causa de la voluntad de Dios. De nuevo ha sido Juan Pablo II quien ha argumentado, especialmente en la Centesimus annus, que no es el agnosticismo lo que asegura una sociedad libre y justa, sino el respeto, religiosamente fundado, por la persona y por la persona en sociedad.
Para superar los conflictos
10. La deliberación democrática y el proceso decisorio son necesariamente conflictivos.
Incluso entre gente de la mejor voluntad habrá numerosos y frecuentes conflictos a la hora de entender la verdad moral y el bien común. Esos conflictos no serán necesariamente letales o autodestructivos si se mantienen las siguientes condiciones:
– La soberanía del Estado y del ámbito político deben ser definidas cuidadosamente. Las cosas profundas y más importantes, en torno a las cuales nacen los conflictos entre los hombres, deberían estar más allá de los fines del Estado. Esta verdad está estrechamente ligada a la doctrina de la subsidiariedad y a la revitalización de las instituciones mediadoras.
– El conflicto no es destructivo si el proceso político está abierto a los ciudadanos de todas las convicciones y no hay premios ni castigos basados en las convicciones religiosas, o en la falta de ellas.
– La Iglesia debe reconocer los límites de su competencia en la vida política y económica. En su relación con la política, debe mantenerse firme en los principios, sin realizar opciones de parte. La Iglesia debe ayudar a que los fieles se formen para que ejerzan su vocación en la plaza pública.
– Los creyentes, y en particular los pastores, cuando entran en la plaza pública deben proponer argumentos morales genuinamente públicos. Esto significa que, en la medida de lo posible, deben enmarcar sus argumentaciones en un vocabulario público accesible a todos, y abstenerse de apelar a la autoridad religiosa. Lo que dice la Biblia o el magisterio de la Iglesia debe inspirar e informar nuestros argumentos públicos, pero no es en sí un argumento público decir que debemos hacer algo porque esa es la enseñanza de la Biblia o del magisterio.
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(1) Richard John Neuhaus, «Church and State in the ‘New’ Society», en el simposio «Política y ética en la sociedad del 2000», organizado por la Facultad de Filosofía del Pontificio Ateneo de la Santa Cruz. Roma, 27-28 febrero 1997.Richard John Neuhaus
Nacido en Canadá, el Prof. Neuhaus ha realizado sus estudios en Ontario y en los Estados Unidos. Durante 17 años fue pastor luterano en Brooklyn. En 1991 fue ordenado sacerdote católico en Nueva York.
Actualmente está considerado una autoridad en el estudio del papel de la religión en la vida pública. Es presidente del Institute on Religion and Public Life, un prestigioso centro de estudios interreligioso de Nueva York, y director de la revista First Things.
Entre sus obras figuran: Freedom for Ministry; The Naked Public Square; The Catholic Moment; America Against Itself; Doing Well & Doing Good: The Moral Challenge of The Free Economy