Un joven gay, hijo de un pastor baptista, es obligado por sus padres a ingresar en un centro de terapia de reconversión sexual. Basado en las memorias de Garrard Conley, la película se centra en un tema controvertido y de gran actualidad: hasta qué punto pueden permitirse esas terapias, prohibidas por ley en varios países. En el caso de la película, el debate no tiene mucho recorrido, porque lo que se nos cuenta es tan brutal, irracional y salvaje que nadie en su sano juicio defendería otra cosa que incendiar el dichoso centro “terapéutico”.

Me explico: Identidad borrada no es una película sobre las terapias de conversión sexual. Unas terapias que –como todas– pueden y deben ser sometidas a un debate sereno y desprejuiciado. Habrá terapias buenas y malas, útiles o inútiles, ortodoxas o no. Y, antes que todo esto, habrá quien quiera someterse a una determinada terapia o quien no quiera. Otra cosa es tratar de evitar cualquier terapia dañina y evitar también que un ambiente social o cultural determinado te empuje a someterte a unas terapias u otras (y aquí entrarían los regímenes, los cursos para dejar de fumar y, si te descuidas, hasta la asistencia a un gimnasio, hábito muy saludable que, sin embargo, puede resultar una fuente de frustración para algunas personas).

Hubiera sido un debate interesante el de las terapias sí, terapias no, entre otras cosas, porque falta investigación en este tema y, si hay algo en la que casi todos los científicos están de acuerdo, es que la homosexualidad ni es 100% biológica ni es 100% cultural. De hecho, la expresión orientación sexual está en la base de esta discusión: algo orientado es lo contrario a obligatoriamente determinado.

Pero lo dicho: no es este el tema de la película. La cinta se centra más en describir un ambiente religioso absolutamente enfermizo que es la causa de los problemas del protagonista. Por la concepción religiosa del padre, el matrimonio envía a su hijo a un centro de conversión sin ni siquiera dialogar sobre el traumático hecho que ha sufrido este en la Universidad (acontecimiento clave por el que se pasa de puntillas en la película). El rigorismo religioso es el que obliga a callar a la madre. Y una idea absolutamente tóxica de Dios y de la religión es la base sobre la que se apoya toda la supuesta terapia. Una terapia, por cierto, que no son sino técnicas –entre infantiloides e inhumanas– lideradas por una panda de excéntricos recién salidos de una película de terror. La escena en la que los familiares y amigos de uno de los “enfermos” que se ha dejado llevar por el “pecado” tienen que golpearle con la Biblia resume el único método que se entiende en el centro para “reorientar” y para cualquier otra cosa: la violencia.

En esta cuestión, por otra parte, tampoco se ofrece mucho debate, contrapunto o apertura hacia otros temas que relacionen la sexualidad con la religión. La sexualidad se contempla como algo instintivo, oscuro y malsano que hay que reprimir y que siempre tiene la sospechosa etiqueta de pecado. Algo exclusivamente genital y desligado del amor, del darse, del equilibrio e incluso de la racionalidad. Es una sexualidad que pesa como una losa. Una sexualidad, en cualquier caso, muy extraña para cualquier cristiano que siga las enseñanzas, por ejemplo, de la Iglesia católica, que haya leído la teología del cuerpo de Juan Pablo II, la encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI o haya visto al Papa Francisco en el programa de Évole subrayando cómo hay que acoger y apoyar al hijo gay.

Pero volviendo al terreno cinematográfico: al margen del escaso debate que puede suscitar la cinta y el exceso de recursos dramáticos (la música, la no-luz, la cámara), la película tiene la fuerza de ser un testimonio personal y el mérito de la notable interpretación de Lucas Hedges. Russell Crowe y Nicole Kidman suman crédito al reparto aunque sus papeles son, además de antipáticos, algo planos.

Ana Sánchez de la Nieta
@AnaSanchezNieta

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