Fue un poema sobre Stalin lo que condenó a Ósip Mandelstam, que desde su primera detención, en 1934, hasta su muerte en Siberia diez años más tarde vivió como exiliado. Mucho tiempo después, su mujer Nadiezhda escribió este testimonio, Contra toda esperanza, que no le sirvió tanto para reivindicar la figura de su marido, uno de los mayores poetas rusos del siglo XX, como para recordar a quien quisiera la violenta maquinaria del estanilismo.
Tanto el poema del propio Mandelstam como las memorias de su viuda resisten bien el paso del tiempo. En este sentido, Contra toda esperanza es una obra histórica y literaria. Es cierto que la proliferación de testimonios que rescatan las tragedias de los totalitarismos puede tener el perverso efecto de cansar a los lectores. Pero hay que comprender algo en lo que insiste la autora: el recuerdo actúa en quienes lo sufrieron como un leve paliativo y su esfuerzo tiene la finalidad de servir para que la rememoración de lo doloroso -incluso la insistencia en ello- evite sucesos similares en el futuro.
Nadiezhda refleja sobre todo la sensación de aislamiento que se producía no solo entre quienes tenían amigos o parientes detenidos, sino incluso entre quienes eran simples sospechosos. Lo de menos, en cualquier caso, era el delito; siempre era posible encontrar una excusa, una frase o incluso un ademán para condenar a alguien. “Dadnos al hombre; ya nos encargamos de encontrar la acusación”, escuchó decir la esposa de Mandelstam en una ocasión.
Por estas páginas desfilan sospechosos, culpables, pero también acusadores, policías, políticos y escritores que se confabularon con la ideología sin asumir su compromiso con el arte. El comunismo socavó la confianza, ese alimento con el que se regenera la convivencia social, y convirtió a todos en cómplices. Y vorazmente se adueñó de lo que pudo, destruyendo y aniquilando todo aquello de lo que no conseguía sacar rédito. Entre todas las anécdotas e historias que se recogen en este libro sobresale la sagrada amistad de Mandelstam con Ajmátova.
No hay rencor ni odio en Contra toda esperanza, sino esa quietud serena que solo los años y el dolor asumido conceden. Cuando sorprendió la muerte a su marido, Nadiezhda no estaba con él; llega incluso a dudar de que haya muerto. Tan acusada era la confusión entonces. Ella logró sobrevivir como profesora y pudo regresar a Moscú a finales de la década de los cincuenta. En ese momento es cuando empieza a escribir estas memorias, con un único fin: que no se apague la memoria de Mandelstam, ni su obra.