Palabra. Madrid (1999). 141 págs. 1.520 ptas. Jérôme Lejeune, mon père. Traducción: Elena Castro Oury.
El doctor Jérôme Lejeune (1926-1994) fue uno de los padres de la genética moderna y un científico excepcional, descubridor de la trisomía 21, causante del síndrome de Down. Sin embargo, su labor fue minimizada a causa de su compromiso con los más débiles: los no nacidos (ver servicio 49/94). Un compromiso que vivió tanto desde la vertiente de la atención a enfermos y sus familias, como en la investigación y, también, en la opinión pública.
El atractivo de esta biografía no reside en su calidad literaria, sino en el hecho de ser un retrato de una persona excepcional realizado por su propia hija. La autora escribe con el corazón y desde la admiración. Pero esta perspectiva no le hace caer ni en el sentimentalismo ni en la hagiografía.
El relato de su hija mezcla la historia familiar con la profesional, salta de un periodo a otro con el resultado de una narración dinámica y atractiva. La semblanza es especialmente rica en anécdotas familiares. Resalta la figura de su madre y el amoroso y divertido tándem que el matrimonio Lejeune formó toda su vida. En el aspecto profesional destaca el modo en que conjugó la investigación y el trato con los enfermos y sus familias, como también las virtudes que presidieron uno y otro ámbito: paciencia, trabajo en equipo, espíritu de servicio, disponibilidad, etc.
El libro muestra, sin sombra de rencor, las dificultades que Lejeune sobre todo, y también su familia, atravesaron. Cuando pasó de ser un científico reconocido a un científico al que había que ningunear por su oposición al aborto, Lejeune perdió no solo el apoyo económico de la administración francesa a su importante labor científica (lo que posteriormente soslayó con cierta ayuda exterior), sino también algunos honores que le hubieran correspondido. También es digna de mención su perspicacia al advertir de qué modo la posición pro-vida podía ser absorbida por intereses políticos o, en su caso, dinamitada si caía en la violencia o en la simple denuncia y no cumplía una misión fundamental: ayudar a las mujeres en dificultades para que no abortaran.
Resulta especialmente emocionante su gran serenidad ante la muerte. Recién nombrado presidente de la Academia Pontificia para la Vida por Juan Pablo II, con quien tuvo una gran amistad, le apenaba no poder seguir trabajando por los más débiles. Para Juan Pablo II, Jérôme Lejeune fue «un signo de contradicción para nuestro tiempo», y cuando visitó Francia en 1997 rezó ante su tumba, un acto que levantó las iras de muchos (ver servicio 110/97). Quizás tanto el gesto del Pontífice como la reacción que provocó son muy significativos para calibrar la vida de un hombre que amó, en su sentido más pleno, la vida.
Aurora Pimentel