Ante el deterioro de la capacidad crítica y el auge de la sentimentalización del debate público, Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga, plantea una pregunta audaz: ¿y si no somos tan ilustrados –es decir, tan racionales y autónomos– como creemos? En teoría, tenemos claro que es preferible un proceso político y una opinión pública guiados por la razón antes que por las emociones. Sin embargo, no es difícil admitir que hoy estamos lejos de esa “esfera pública sosegada que soñaron los ilustrados”.
Gracias al interés creciente de las ciencias naturales y sociales por las emociones, hoy sabemos que la racionalidad es limitada y que nuestras preferencias políticas pueden estar sesgadas por distorsiones de diversa índole, incluidas las afectivas. A ese “sujeto postsoberano” que acude a las urnas con sus afectos y sus pasiones –a cada uno de nosotros– es precisamente al que apelan los políticos protesta o los agitadores de identidades.
Pero reconocer el carácter inevitable de las emociones, añade el autor, no significa que no podamos hacer nada para matizar su expresión en la esfera pública o que debamos renunciar a promover las emociones más beneficiosas para la sociedad. Siempre será mejor tener un espacio público lleno de personas apasionadas por la justicia que por el odio.
Arias Maldonado cree en el proyecto ilustrado, pero corregido por los hallazgos de las neurociencias y la psicología. El conocimiento de nuestras limitaciones nos brinda la oportunidad de ser más racionales y autónomos y, por tanto, de parecernos más a ese sujeto ideal propuesto por la Ilustración. En vez de enfrentar a la razón con las emociones, deberíamos ponerlas a dialogar y ganar a ambas para el sistema democrático.
Ahora bien, consciente de que hoy “nuestro déficit es de ilustración y no de pasión”, insiste en que sean la razón y la discusión crítica quienes lleven la batuta en la “búsqueda pública de la verdad”. Aquí se inclina por las soluciones consensuadas, lo que tiene sentido para mitigar los conflictos en el ámbito de la política, pero no en el de la ética.
Para rebajar el peso de las emociones en la política, Arias Maldonado propone el “ironismo melancólico”. Por un lado, esta actitud se apoya en la sana desconfianza hacia las posibilidades de la política. Frente a los mesianismos que venden la democracia directa como el remedio a todos los males, él defiende la superioridad de la democracia representativa para gestionar –razonablemente bien, aunque nunca de forma perfecta– la pugna entre visiones del mundo.
Sin embargo, en su ironismo también hay un aspecto inquietante. Tal es la insistencia en el valor de la duda como fundamento de las sociedades abiertas, que acaba haciendo del escepticismo una obligación democrática, en la línea de Rorty. En realidad, sugiere, solo podríamos tomarnos en serio la defensa de la democracia liberal, el “metavalor” que se salva de la contingencia de todos los valores y que hace posible el pluralismo.
Da la impresión de que en la esfera pública que desea Arias Maldonado, las certezas son automáticamente sospechosas. Aunque pueda haber quienes se esfuercen en apoyar las suyas en buenas razones. A esta impresión contribuye, por ejemplo, su recelo de las convicciones firmes –¿de verdad todo es particularismo?–, o el hecho de que asocie religión e ideología.
Con todo, La democracia sentimental es un libro interesante, lleno de intuiciones y con un armazón bibliográfico admirable. Particularmente sugerente es su análisis de las consecuencias de la sentimentalización de la política: el auge de la “democracia ocular”; el empeño de los populismos de distinto signo por sacar tajada electoral del resentimiento; la multiplicación del ruido en la opinión pública; la pérdida de legitimidad de los expertos y las instituciones…