Al cumplirse el medio siglo de las revueltas estudiantiles de Mayo del 68 , se presenta en versión española el texto de una conferencia pronunciada por el pensador liberal Raymond Aron en Ginebra en 1969.
Aron era profesor de la Sorbona cuando los estudiantes tomaron París y captó muy pronto la esencia de aquellos sucesos. A su juicio, no se trataba de una revolución; antes bien podría ser tachada de una pseudorrevolución o un “psicodrama”, tal y como declaró el propio Aron en un debate televisivo. Entre el sistema democrático liberal, con todas sus imperfecciones, y el nihilismo de Mayo del 68, Aron tenía muy clara su posición.
En su conferencia de Ginebra, el autor distingue en varios pasajes entre libertades y libertad. Las libertades se identifican con el respeto a la ley, al Estado de Derecho que fundamenta la democracia. No se pueden reivindicar las libertades y rechazar al mismo tiempo las limitaciones que las hacen posibles. Dichas limitaciones no deben ser interpretadas como la reducción de las libertades a ilusiones o apariencias vacías de significado.
Tal era el reproche de los contestatarios del 68 , defensores de una libertad, en abstracto, que enlazaba con un ideal libertario, pero no liberal. Así se comportaba la llamada Nueva Izquierda, que denunciaba a la vez la democracia occidental y el burocratismo marxista-leninista soviético, y encontraba su modelo sociopolítico en la China de Mao y la Cuba de Castro. Aron llama a esta conducta, lisa y llanamente, voluntarismo, y señala que tiene la pretensión no de cambiar las instituciones políticas sino de cambiar al hombre.
El paso del tiempo ha demostrado que Mayo del 68 es, además de la revuelta de una juventud ignorante del pasado e ilusionada con una originalidad radical, una revuelta del yo. La protagonizaron, en expresión de Aron, los anabaptistas de la sociedad del bienestar, tan intransigentes como los de aquella secta protestante alemana del siglo XVI.
Eran rebeldes en busca de una causa a la que servir y de un déspota contra el que luchar, pero al no encontrarlos se sublevaron contra la propia realidad y la sociedad de consumo. Con todo, Aron exponía la posibilidad de que algunas de las reivindicaciones de los rebeldes fueran asumidas por la democracia liberal, pero su llamamiento a la moderación no fue escuchado. No lo harían quienes faltaban el respeto a profesores universitarios, por el mero hecho de ser mayores. Los contestatarios habían renunciado a toda búsqueda en común de la verdad, algo que define la vocación de la universidad, tal y como exponía Aron.
Otra observación interesante de Raymond Aron es presentar el contraste entre los jóvenes de la Primavera de Praga y los jóvenes rebeldes de París y Berlín en 1968. Estos últimos reaccionaban ante los primeros con hostilidad o indiferencia. Los de Praga criticaban la democracia liberal, pero preconizaban su reforma. En cambio, los jóvenes occidentales denunciaban el sistema en su totalidad y se creían libres porque no querían comprometerse con nada. En este sentido, Aron es concluyente: defendían una caricatura de la auténtica libertad porque tenían miedo a las responsabilidades que impone el orden liberal.
En la misma línea, se acaba de reeditar una de las obras más importantes de Aron, El opio de los intelectuales (Página Indómita, 2018, 28,50 €), publicado mucho antes de los acontecimientos del 68, en el que el pensador francés se enfrenta a las tendencias dominantes en la intelectualidad francesa de la posguerra, que seguían alimentando los mitos de la revolución o del proletariado. Ya entonces el escritor cuestionaba las pasiones ideológicas que explotarían en el 68. Y certificaba que el marxismo se había transformado en una religión secular.
Las principales críticas de Aron en este último ensayo se dirigían no tanto contra los militantes comunistas, sino contra los intelectuales simpatizantes con el comunismo, que nunca se atrevían a criticar al partido ni a la URSS. Eran intelectuales en busca de una “religión”, los representantes de un clericalismo secular, que sometían incluso la autonomía de las cuestiones temporales a un poder totalitario, sucesor en el antiguo imperio ruso de la vieja ortodoxia en la que el jefe del Estado y el dirigente religioso eran la misma persona.