Tomás de Aquino dedicó su vida entera a la Sabiduría con mayúscula, es decir, al conocimiento de Dios, único saber que no busca la honra propia, ni la censura ajena, sino el conocimiento humilde de uno mismo y su creador. Bien podemos afirmar que lo que caracterizó la vida, la obra y el pensamiento del santo de Aquino fue, sin menoscabo de las otras virtudes, la humildad. Por ello, a su mente se le brindó la Sabiduría reservada a los humildes, a los que buscan porque aman sin esperar beneficios mundanos. Su humilde vocación le llevó a rechazar el ofrecimiento del Papa de ser abad de Montecasino y el arzobispado de Nápoles.
Sócrates pensaba que sólo el que es humilde puede ponerse en disposición de conocer, ya que es capaz de reconocer su propia ignorancia. Pues bien, el que es doctor de la Iglesia y uno de los más finos y profundos filósofos -“maestro del universalismo filosófico y teológico”, lo llamó Juan Pablo II- fue capaz de reconocerse ignorante. Lo pone de manifiesto la extraña experiencia que tuvo santo Tomás el 6 de diciembre de 1273 y que le hizo confesar a fray Reginaldo, su confidente y amigo, que “todo lo que he escrito me parece paja respecto de lo que he visto y me ha sido revelado”. Este será el punto de inflexión de su vida; pasados tres meses, morirá.
Tras habernos sumergido en la vida, la época y el pensamiento de Tomás de Aquino, Eudaldo Forment utiliza ese momento clave para iniciar una auténtica investigación policíaca. Armado de una ingente bibliografía va desgranando uno a uno todos los acontecimientos que llevaron a la muerte del santo, una muerte que sigue bajo sospecha, la sospecha del asesinato. El autor sigue todas las pistas y esgrime datos suficientes para pensar que Tomás de Aquino fue envenenado, quizá por orden de Carlos I de Anjou “receloso de santo Tomás por su sinceridad y por la gran estima que, debido a su santidad y sabiduría, se había granjeado en todas partes”.
La obra de Forment encierra una tesis latente, que se lee entre líneas: nuestra época no necesita héroes -ya tenemos demasiados de barro- sino santos, hombres y mujeres que busquen la verdad con humildad y valentía, como aquel fraile dominico que iluminó el siglo XIII. En la era de la disgregación, del asistematismo, del pensamiento débil y la palabra hueca, necesitamos, como necesitó el tiempo de Tomás de Aquino, un “Doctor Angélico” capaz de unificar, sistematizar, dar vigor y contenido a nuestro pensamiento.
Carlos Goñi Zubieta