No es fácil definir qué es exactamente la llamada “economía gig” o “colaborativa”. En teoría, agrupa a todos aquellos trabajos esporádicos o por proyectos, contratados de persona a persona a través de una plataforma digital. Uber, la compañía de transporte interurbano, es la cara más conocida. Sin embargo, el crecimiento de este sector (se calcula que a un ritmo del 25% cada año) no se está produciendo en las grandes ciudades europeas o americanas, sino en lugares mucho menos glamorosos de países en desarrollo. Allí, muchas personas se ofrecen a realizar tareas para empresas del primer mundo, a las que les sale mucho más barato contratar este tipo de personal.
Una investigación de tres años llevada a cabo por las universidades de Oxford y Pretoria ha seguido a algunos de estos trabajadores en tres países africanos (Kenia, Nigeria y Sudáfrica) y otros tres del sudeste asiático (Vietnam, Malasia y Filipinas). The Atlantic ha entrevistado a Mark Graham, uno de los autores del estudio.
Como explica Graham, el aumento del trabajo digital es resultado, en gran medida, de una encrucijada histórica: por un lado, a nivel mundial existe mucha más oferta de empleo que demanda; por otro, en los últimos años se ha producido un gran aumento en el número de personas conectadas a Internet, sobre todo en países en desarrollo. Como resultado, han surgido infinidad de plataformas online que pretenden conectar a quienes necesitan “mano de obra digital” (a ser posible, a bajo coste) con quienes pueden ofrecerla.
Muchos de los entrevistados para el estudio dicen estar contentos con la flexibilidad que ofrece la “economía gig”. Sin embargo, la mayoría también señala importantes desventajas: inestabilidad, sueldos bajos, exceso de tasación, falta de protección laboral. Además, se quejan de que con frecuencia experimentan conductas discriminatorias o racistas. Por eso, algunos reconocen haber fingido estar desarrollando su trabajo desde Australia o Europa, en vez de desde Sudáfrica o Vietnam.
Uno de los efectos de la sobreabundancia de oferta (miles de personas de todo el mundo compitiendo por unos pocos trabajos) es la bajada de los salarios. Como explica un freelance de Filipinas, la enorme competencia le obligó a bajar su tarifa de 8 a 3,5 dólares por hora.
Esta espiral negativa también afecta a los derechos laborales. La deslocalización del trabajo facilita la desregulación. Si un ciudadano norteamericano contrata a un filipino, para que trabaje conectado a un servidor localizado en Estados Unidos, ¿dónde se está realizando efectivamente la actividad? ¿Qué gobierno debería proteger los derechos de este empleado, por ejemplo, la baja por motivos médicos? La cuestión es mucho más complicada que con Uber, que opera en territorios delimitados y está sujeta a la legislación local.
Graham admite que no es fácil evitar la precarización del sector “gig” en países en desarrollo, pero apunta algunas posibilidades. Por ejemplo, que estos trabajadores se hagan con el control de las plataformas, de manera que su poder de negociación aumente; o que se organicen en sindicatos, aunque esto no es sencillo porque viven en ciudades y países distintos. Otra opción más viable es presionar a las compañías demandantes de trabajo, para que garanticen un mínimo de derechos laborales.