Como problema de salud pública
En una época que busca a toda costa el «sexo seguro» nunca el comportamiento sexual de los adolescentes ha tenido más riesgos. Hasta el punto de que se ha convertido en un problema de salud pública, objeto de editoriales recientes en algunas de las más prestigiosas revistas de Medicina. Como políticas de prevención, se ve necesario promover medidas para retrasar el comienzo de las relaciones sexuales y cuidar la educación sexual. Pero la mera información tiene un efecto limitado, si el modo de entender la sexualidad no da motivos para evitar las conductas de riesgo.
La población adolescente (que la OMS fija entre los 10 y los 19 años), un colectivo inexperto, vive peligrosamente. Sensible al influjo de los medios y deseosa de reproducir el estilo de vida de los mayores, aparece hoy empeñada en adquirir por derecho propio el calificativo de población de riesgo.
Diversas encuestas confirman un poderoso incremento de las relaciones sexuales entre adolescentes. El fenómeno parece bastante generalizado, pero algunos países ostentan el dudoso privilegio de ir en cabeza. En Estados Unidos (1), por ejemplo, el 73% de las adolescentes blancas y el 83% de las negras manifestaban tener experiencias sexuales premaritales en 1990, frente al 20% de los años 50 (2). Tasas que también se elevan en los varones, aunque en ellos el cambio no haya sido tan grande.
Iniciación precoz
No le va a la zaga el Reino Unido. La encuesta Welcome Trust (3), cuyos datos globales se han dado a conocer en 1996, confirma la cada vez más precoz iniciación de los adolescentes en las prácticas sexuales y la frecuente ausencia de métodos anticonceptivos en esas relaciones. La magnitud del problema se deduce de estas cifras: menos del 1% de los varones y mujeres de 16 a 24 años estaban casados en el momento de la primera relación sexual.
Un fenómeno preocupante que hacía preguntarse al editorialista de The Lancet -una revista nada sospechosa de actitudes conservadoras-: «¿Hay que intentar imponer alguna medida de limitación sexual a una juventud exuberante? La respuesta parece ser sí» (4). Afirmación, sin duda, costosa para unos médicos liberales y tolerantes, aunque no ciegos. Detrás, toda una dolorosa cadena de secuelas: espiral de embarazos no deseados, incremento de madres solteras, abortos, aumento desaforado de las enfermedades de transmisión sexual (en adelante ETS), del SIDA, asociación, en fin, a conductas de riesgo como el alcoholismo y la droga, y un conjunto de torpezas del que la profesión médica es testigo de excepción.
Más embarazos, pero menos abortos
Este aumento generalizado de la experiencia sexual entre los adolescentes refleja el machacante mensaje de sexo trivial que transmite la cultura de hoy. Y los mayores perjuicios recaen sobre los menos experimentados. El incremento de los embarazos en las adolescentes incide básicamente sobre mujeres muy jóvenes e inexpertas en el manejo de la anticoncepción y quizás, en alguna medida, hábilmente inducidas a dar el primer paso. El estudio Welcome antes aludido (3) ha demostrado que, mientras las compañeras sexuales de los varones en la primera relación tendían a ser aproximadamente de su misma edad y vírgenes, no ocurría lo mismo con las mujeres: el 75% de ellas tuvieron su primera experiencia sexual con un varón que las excedía en edad y que en el 51% de los casos poseía una experiencia sexual previa. Esto propicia también la afirmación de algunos de que las mujeres jóvenes pueden constituir, sin saberlo y en su detrimento, el puente entre la población de adultos con ETS y el grupo de adolescentes no infectados.
J.A.M.A, la revista de la Asociación Americana de Medicina, destacaba recientemente en un editorial (5) que en Estados Unidos, en los últimos cinco años, mientras que el número de embarazos en adolescentes se ha disparado, el número de abortos legales se mantiene estable. Lo que destaca verdaderamente es el enorme incremento de los recién nacidos de madres solteras, que han pasado a constituir el 65% de todos los nacidos de madres adolescentes (1988), frente al 15% que representaban en 1960.
Parece como si hubiera una resistencia frente al automatismo relación-embarazo-aborto con que el medio, que la condiciona a la aventura del sexo banal, estigmatiza luego a la joven que queda encinta. Ya sea por un cambio de actitud de la sociedad ante la madre soltera, ya sea por un mayor apoyo por parte de las escuelas o, quizás, porque la denuncia moral del aborto comienza a surtir efecto en algunos segmentos de la población. Porque la contracción relativa de la demanda de abortos legales también se insinúa entre las adolescentes que se dicen con experiencia, donde el número de las que quedan embarazadas es menor, pero también menor el número de abortos.
La estabilización del número de abortos no causa, sin embargo, demasiada alegría a los expertos en salud pública. Tal vez porque el aumento de adolescentes gestantes y luego de madres solteras no deja de constituir también un grave problema sanitario. Además, cada día es más preocupante el enorme aumento de las ETS (sífilis, gonorrea, infecciones por clamidias, etc.), sin contar con la infección por el virus del SIDA, entre los jóvenes. Enfermedades en su mayoría curables, pero que si no se abordan con energía pueden causar infertilidad, cáncer, defectos congénitos en los recién nacidos e incluso la muerte.
Un alto coste sanitario
De «epidemia oculta» calificaba recientemente The New York Times (6) a estas infecciones, cuyo coste sanitario se evalúa en unos diez mil millones de dólares anuales en costes directos. El influyente diario subrayaba que el 25% de los 12 millones de nuevos casos anuales de ETS correspondía a la población adolescente, y se hacía eco de la necesidad de fomentar el retraso en la iniciación de la vida sexual de estos jóvenes y de facilitar la prevención de los más atrapados por el sexo. Para muestra baste decir que entre 1985 y 1990 las tasas de sífilis en EE.UU. se han duplicado; por no hablar del SIDA, donde el mayor aumento de casos en 1995 se produjo entre personas de 13 a 24 años de edad (7) y que tiene una historia propia. En suma, que los riesgos no son despreciables. Ciertamente -y con independencia de la objeción moral- los preservativos confieren cierta protección, pero sería ilusorio creer que los adolescentes los usan con regularidad.
Dos líneas de prevención aparecen en el horizonte de la salud pública: primera, la abstención, o -como suele decirse- promover medidas para retrasar la iniciación de las relaciones sexuales; segunda, la educación sexual.
Retrasar la primera relación
La abstinencia parece encontrar firme apoyo en las investigaciones epidemiológicas y también en las encuestas. En efecto, se concede hoy un gran valor predictivo a la edad de la primera cópula (1), que se configura como un excelente indicador de ulteriores comportamientos de alto riesgo y de mayor morbilidad por las ETS. La población adolescente que inicia el juego de los contactos sexuales entre 14 y 16 años es la que, con mayor frecuencia, se ve también involucrada en la droga, en la promiscuidad y en la irresponsabilidad en la elección de los compañeros sexuales. Por no citar el mayor consumo de alcohol, al que se le reconocen peligrosos efectos desinhibidores.
Recientemente la OMS ha confirmado que el cáncer de cuello de útero está asociado con determinadas cepas de virus del papiloma humano (VPH) y estrechamente vinculado al comienzo precoz de la actividad sexual y a la multiplicidad de parejas (8): comportamientos, ambos, identificados en los adolescentes con actividad sexual precoz. En efecto, como revela un estudio italiano reciente (5), el carcinoma de cuello in situ tiene una tasa de prevalencia de 2,6 por 1.000 entre chicas sexualmente activas de 15-19 años, y la displasia cervical está presente del 0,8-3,5%, mientras que obviamente entre vírgenes el cáncer cervical es cero.
J.A.M.A destacaba en un reciente editorial (4), a propósito de la prevención de los embarazos en adolescentes, que los esfuerzos son, por el momento, decepcionantes. El editor hacía un llamamiento a todos -las familias, los educadores, los organismos locales, las organizaciones religiosas, el gobierno, los medios de comunicación y, en fin, los médicos- pidiendo iniciativas y colaboración. Luego propugnaba tres niveles de intervención: estrategias para retrasar las experiencias sexuales, información y educación, y fácil acceso a los servicios y medios anticonceptivos.
¿Qué educación sexual?
El recurso a la educación sexual de los adolescentes es aludido con frecuencia entre las fórmulas a las que hay que recurrir. Con ello no se trata de suplantar a los padres, a los que se les reconoce una gran influencia en la formación de los hijos antes del comienzo de la adolescencia. Pero después las cosas cambian, y una intervención eficaz parece exigir la incorporación de los educadores, de los medios, incluso de los médicos de cabecera, porque se advierte en la juventud una gran desinformación sobre el significado y el alcance de las relaciones y porque sus comportamientos imprevisibles convierten al colectivo de adolescentes en una población altamente vulnerable.
Por otra parte, también hay que estar alerta a propósito de lo que a veces se despacha por «educación sexual», y que no es más que doctrinaria e improcedente exposición de datos, sin inculcar motivos para un cambio de actitudes. Pues, aunque se ensayan modelos alternativos y algunos aparentemente exitosos -como es el caso del programa de prevención desarrollado en Maryland (Baltimore) (cfr. servicio 25/94)-, prevalece la idea de vender «sexo seguro»: abandonada toda esperanza de reconducir las actitudes de los jóvenes, se trata de habilitarles en el dominio de la tecnología contraceptiva y en la evitación de los contactos venéreos y sus secuelas. Dado que la mayor parte de los adolescentes es probable que inicien su actividad sexual mientras asisten todavía a la escuela, es preciso -se dice- adelantarse con la educación sexual. Pero ¿cómo se impartirá esta enseñanza, quién lo hará, con qué criterios? No hay respuestas.
La OMS ha declarado que, para la mayor parte de los jóvenes sexualmente activos, los preservativos deben ser el método anticonceptivo de primera elección. Pero esto también incluye demasiados fallos. Así que los estrategas empiezan a no ver con malos ojos el procedimiento ensayado en Holanda: que el varón utilice un preservativo, como protección también frente a las ETS, y la mujer tome un anticonceptivo oral: es el llamado «doble holandés». Algunos pensamos que aún nos queda tiempo para ver nuevos ensayos y que está por probar el triple sueco y alguno aún más seguro. Todo menos pensar.
No faltan, sin embargo, experiencias educacionales que alientan cierta esperanza. Es el caso de los éxitos del programa STAR en Santiago de Chile, que la Dra. Pilar Vigil mostró en Madrid durante el V Simposio Internacional sobre «Avances en la Regulación Natural de la Fertilidad» desde una perspectiva técnica, ciertamente, pero no exenta de un fuerte contenido ético (cfr. servicio 156/96).
Cambiar algo para que todo siga igual
Cambiar algo para que todo siga igual parece ser, en el fondo, lo que los expertos proponen, aunque se negarían a reconocerlo. La posibilidad real de modificar las actitudes ante el sexo en la población adolescente se estima irreal. Se trata pues de parchear un problema cuyo origen no puede ser reconocido: que la población adolescente está pagando un elevado coste por los errores que los adultos hemos incorporado en el significado de la sexualidad.
Tras la píldora y el fabuloso desarrollo ulterior de la anticoncepción, tras la legalización del aborto, los valores en torno a la vida sexual han experimentado un cambio profundo y tal vez irreversible. Y si los modelos al uso de planificación familiar consagran la separación entre sexo y reproducción, sin necesidad de ningún esfuerzo de autocontrol, no hay razones que esgrimir para que los jóvenes retrasen su entrada en tal situación que no exige especiales responsabilidades ni dominio de sí.
Por otra parte, mientras los modelos que hoy nos sirven el cine y la televisión revelan nuevos tabúes en relación con el tabaco o el sexismo, las pautas de comportamiento sexual están planteadas en la pantalla con creciente irresponsabilidad. Y esos son los paradigmas a emular por la gente joven, sobre todo la más inexperta e ignorante. El fondo de la cuestión no es un problema de píldoras o de preservativos, ni de abstinencia a palo seco. Es preciso sobre todo recuperar decididamente el significado originario y esponsal de la sexualidad, una atracción y una fuerza admirables que Dios ha reservado a la pareja humana monógama, orientada al amor y a la fertilidad en el seno del matrimonio, en un marco de respeto a los ritmos que condicionan la vida fértil de la mujer (9). Todo lo demás son desvíos y atajos que, inevitablemente, producen los desórdenes ahora censurados en la población adolescente. Pero, por el momento, esto es algo que no encaja en el pensamiento de los estrategas de la salud pública.
De cualquier modo, la situación en Norteamérica y en países de nuestro entorno cultural no debería considerarse muy lejana a la nuestra, y podría hacer reflexionar más a padres, educadores y políticos, porque los costes humanos son devastadores.
Manuel de SantiagoEl Dr. Manuel de Santiago es Profesor de Endocrinología en la Universidad Autónoma de Madrid._________________________(1) S.N. Seidman y R.O. Rieder: «A Review of Sexual Behavior in the United States». The American Journal of Psychiatry 1994; 1590: 330-341.(2) Kinsey A.C. y colaboradores: «Sexual Behavior in the Human Female». Philadelphia. WB Saunders, 1953.(3) Johnson A. M. y colaboradores : «Sexual Lifestyles and HIV Risk». Nature 1992; 360: 410-412.(4) Editorial: The Lancet, 1994; 344: 899-900.(5) A.M. Spitz y colaboradores: «Pregnancy, Abortion, and Birth Rates US Adolescents 1980, 1985 and 1990»; y el editorial «Pregnancy in adolescence», en J.A.M.A., April 3, 1996, volº 13.(6) The New York Times. «Hidden Epidemic». Reproducido por International Herald Tribune de 31-XII-96.(7) Editorial: The Lancet, 1995; 345: 997-998.(8) OMS Presse: Communiqué OMS/47, 2 Julio 1996: «Le cancer du col de l’utérus».(9) Una antropología coherente, desde el punto de vista cristiano, para la educación de la sexualidad está resumida en el documento del Pontificio Consejo para la Familia, Sexualidad humana: verdad y significado. Roma (1995). Cfr. servicio 2/96.