Por fin llegamos al final de esta longeva saga de ocho entregas en las que el joven mago Harry Potter y sus amigos Ron y Hermione se han enfrentado al mal, encarnado por Voldemort. En este último episodio podremos comprobar quién vence y de qué manera. También tendrán su desenlace las tramas románticas, los personajes ambiguos desvelarán su verdadero rostro y el pasado nos ofrecerá lecturas inéditas.
Como su nombre indica, esta película es la segunda parte del último libro, que de forma difícil de justificar fue rodado para dos entregas, y doble ingreso de taquilla. La historia no daba para tanto, y la primera película era lenta, vacía y en definitiva fallida. Esta segunda, sin embargo, es mucho mejor, sobre todo en su tramo final, y deja un buen sabor de boca como broche conclusivo de la saga. Nos cuenta cómo Harry y sus amigos tienen que encontrar los horrocruces que al ser destruidos pueden acabar con el poder de Voldemort.
Como es de imaginar, y dada la edad que han alcanzado nuestros protagonistas, no estamos ante una cinta infantil: la violencia se recrudece, el número de muertos es inaudito en la saga y los besos ya no son en las mejillas. Y además, todo ello envuelto en una fotografía oscura hasta el agobio, y en un clima crepuscular y ruinoso. Un epílogo situado diecinueve años después da un respiro luminoso e infantil a esta película de guerra extrema entre el bien y el mal.
En realidad, la película como estética no aporta gran cosa que no haya sido explotada hasta la saciedad en las siete películas anteriores. Los efectos, atmósferas y deslumbramientos digitales que nos asombraron y cautivaron en las primeras entregas, ya no producen la emoción de entonces, y ni siquiera el 3D estereoscópico de esta última es capaz de proponer una novedad e interés dignos de mención. Pero el guión funciona, sin ser tampoco especialmente brillante, y los actores hacen el enésimo y conseguido esfuerzo por exprimir las últimas gotas de unos personajes casi agotados.
Los temas que propone la cinta son los habituales, pero llevados al paroxismo final: el valor de la lealtad en la amistad, el sacrificio por los demás, la fidelidad al bien y a la verdad… Pero quizá lo más interesante y lo que se aproxima más a una antropología cristiana está en la escena en la que Harry, que tiene en sus manos la varita más poderosa del mundo que le haría invencible, decide permanecer vulnerable, es decir, humano. La tentación de un poder casi divino es la que tuvo Adán en el Paraíso, y la que tiene Harry, y la solución que propone, idéntica a la de El Señor de los Anillos, parte de la certeza de que el hombre no debe tener poderes sobrehumanos. Hay que dar al hombre lo que es del hombre y a Dios lo que es de Dios.
En fin, una buena película sin ser nada del otro mundo, muy entretenida, de emocionante final y que propone unos valores universalmente asumibles, y una antropología en la que mal no está fuera de nosotros sino en el interior de cada uno.