La legislatura recién iniciada se presenta como incierta en una perspectiva institucional. A las peculiaridades de un gobierno de coalición, que ya se vivieron en la anterior, se añade un nuevo marco en el que se encuadran los pactos con Esquerra Republicana y, sobre todo, con Junts per Catalunya, además de algunos de los acuerdos con el Partido Nacionalista Vasco y el misterio que rodea al compromiso de legislatura con EH Bildu.
El punto de partida es una evidente pérdida de peso del Parlamento. Es cierto que tanto la organización de los partidos políticos –también los que cuentan con menos representación– y el sistema proporcional han oscurecido siempre el papel de las Cortes. Sin embargo, en los últimos tiempos, la oportunidad política ha prevalecido sobre cuestiones técnicas: la frecuentísima tramitación de leyes orgánicas por la vía de urgencia, que hace difícil un debate sereno sobre aspectos cruciales; la abundancia de proposiciones de ley –por tanto, presentadas por los grupos parlamentarios– que, en realidad, deberían ser proyectos de ley, puesto que responden a iniciativas del propio gobierno, con la única finalidad de evitar informes de órganos consultivos; la distribución de iniciativas legislativas a comisiones que poco o nada tienen que ver con los aspectos sustanciales tratados en los textos. Si a esto se añade la frecuencia con que se ha legislado mediante decretos leyes sin la “extraordinaria y urgente necesidad” que requiere la Constitución, no puede presentarse un panorama gratificante en un sistema que quiere ser parlamentario. La negociación de la investidura no parece contemplar un cambio en este sentido, sino que, más bien al contrario, permite percibir cierta satisfacción por lo logrado con esa forma de actuar.
Enroque en el CGPJ
Lo que de forma inmediata afecta a las instituciones en los pactos de investidura es la situación del Poder Judicial, que también es heredada de la legislatura anterior. En un primer plano, resulta obvia la dificultad para llegar a un acuerdo para la renovación de su órgano de gobierno, el Consejo General del Poder Judicial, donde las posiciones se contraponen en relación con el propio sistema de nombramiento de sus miembros, especialmente porque el Gobierno, ahora formado, previsiblemente no modificará su punto de partida y, por tanto, no cederá a la exigencia de la oposición, que pretende dar un protagonismo decisivo a la elección de los propios jueces. La cuestión no implica consecuencias directas respecto a las decisiones cotidianas de los jueces y, por supuesto, a su imparcialidad; pero la modificación legal, llevada a término por el Gobierno en la legislatura pasada, que impide al Consejo nombramientos de magistrados del Tribunal Supremo y presidentes de tribunales, representa ya un obstáculo a su eficacia y deterioro en la imagen de los jueces. Hasta aquí, se trata de nuevo de una crisis que permanece y cuya solución, con los pactos de investidura, parece incluso más difícil.
Discutida constitucionalidad de la amnistía
Sin embargo, los pactos de investidura plantean dos cuestiones nuevas que también afectan al Poder Judicial, y no tanto a la dimensión política de su órgano de gobierno, sino al desempeño de la función jurisdiccional por parte de los jueces. La primera es, como resulta claro, la proposición de ley de amnistía, cuya adecuación a la Constitución es discutida, porque, para no por pocos juristas, contradice la prohibición de los indultos generales. Aunque es claro que aquí ha prevalecido la opinión de quienes defienden la constitucionalidad de la amnistía en abstracto, no cabe duda de que, incluso en esa posición, no cualquier amnistía es constitucional, y no sólo por razones formales. En este tema es donde la cuestión afecta al desempeño de sus funciones por los jueces: estos aplican las leyes penales de forma individualizada, puesto que cada sujeto puede merecer una pena diferente de acuerdo con su culpabilidad, pero sin que nadie quede fuera de la ley penal. La amnistía es, en este sentido, una disposición muy particular, porque implica la desaparición del poder de perseguir y castigar en determinados casos y, por tanto, desigualdad en la aplicación de la ley penal, que es el instrumento más contundente que tiene el Estado en sus manos. Por eso, una amnistía que quiera ser constitucional sólo puede quebrar esta igualdad ante la ley en situaciones excepcionales y con exigencias excepcionales: un consenso social muy amplio sobre su necesidad para la comunidad política y una regulación de los casos incluidos que no sea una recopilación de situaciones conflictivas diversas a las que se quiere beneficiar.
Lawfare, amenaza a la independencia judicial
La segunda cuestión es la relativa al denominado lawfare o “judicialización de la política”, que se ha concretado en los pactos de investidura con la referencia a la formación de comisiones de investigación parlamentarias sobre las actuaciones judiciales, y a consecuencias concretas como acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas. Esta es, tal vez, la que contiene consecuencias más sensibles, por lo que implica en relación con la imparcialidad de los jueces. La independencia judicial no es un recurso retórico: sin jueces independientes es imposible la garantía de decisiones imparciales. Resulta inverosímil la independencia de un juez cuando ha de estar sometido al control de comisiones parlamentarias. La lucha contra la corrupción es, en este punto, un ejemplo más que suficiente: ¿Qué garantiza la imparcialidad de los jueces que han de decidir sobre la culpabilidad en casos de corrupción, si políticos de los partidos a los que pertenecen los acusados pueden someterlos, posteriormente, a una comisión de investigación? Sin duda, los jueces no siempre aciertan y, en ocasiones, han de responder por sus desaciertos, pero su responsabilidad está definida, fundamentalmente, por la posibilidad de ser juzgados por prevaricación; eso sí, en el curso de un proceso judicial con las mismas garantías con las que ellos han juzgado, y esto, evidentemente, no lo garantiza una comisión parlamentaria.
La alusión a la “judicialización de la política” constituye una afirmación especialmente grave, que sólo puede responder a dos razones: o bien se quiere decir que los jueces actúan con criterios políticos y no jurídicos; o bien se cuestiona que los delitos cometidos con fines políticos pueden estar sujetos necesariamente al control judicial. La primera razón sólo puede mantenerse si se considera que el sistema de responsabilidad de los jueces, y sobre todo de responsabilidad penal por el delito de prevaricación, no está garantizado; pero la experiencia demuestra lo contrario, y no son pocos los jueces –tampoco pueden ser muchos en un sistema que funciona correctamente– que han sido condenados por otros jueces. La segunda razón es, desde luego, el paradigma de una crisis institucional profunda: la pretensión de los políticos de escapar al control judicial al que están sujetos los ciudadanos a los que representan.
En estas circunstancias, en las que la erosión de resortes esenciales para la confianza en el derecho y en su aplicación es tan sensible, es difícil mantener expectativas de estabilidad en las instituciones y, por ello, de una seguridad jurídica esencial.
Carlos Pérez del Valle
Catedrático de Derecho Penal. Universitat Abat Oliba CEU