(Actualizado el 27-09-2019)
En la opinión pública ya es un lugar común contraponer a los partidarios de la democracia liberal con los populistas. Pero esta delimitación tan pura de los bandos, útil en el plano teórico, puede ser una excusa para evitar debates que sí caben en las sociedades liberales.
Aunque la liberal no es el único modelo de democracia posible, desde la perspectiva de Occidente su erosión suele verse como una pésima noticia. No es para menos a la vista de lo que promete: derechos y libertades fundamentales, elecciones libres e imparciales, Estado de derecho, división de poderes, opinión pública abierta, gobierno de la mayoría con protección para los derechos de las minorías…
Hoy el diagnóstico más habitual vincula el deterioro de la democracia liberal con el auge del populismo. Por su parte, los populistas alegan que no tienen ningún problema con la democracia a secas. De hecho, dicen, su aspiración es que la voz y los intereses del pueblo –de lo que ellos entienden por pueblo– estén mejor representados.
Como explican Cas Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser en Populismo: una breve introducción, el problema de los populistas es con aquellas formas de democracia que, a su juicio, distorsionan la voluntad popular, bien mediante mecanismos de representación por los que la “élite corrupta” roba la voz al “pueblo puro”, bien mediante la defensa de un pluralismo que consideran contrario a esa presunta única voz. De ahí su preferencia por las herramientas de democracia directa.
Democracia iliberal
Esta explicación encaja con las que dan los líderes políticos que hoy se presentan como abanderados del iliberalismo. Tras las elecciones parlamentarias de 2014, en las que revalidó su amplia mayoría, el primer ministro húngaro Viktor Orbán declaró su intención de hacer de Hungría “un Estado iliberal, un Estado no liberal, que no rechaza los principios fundamentales del liberalismo, tales como la libertad y otros que podría enumerar, pero que se niega a hacer de esta ideología el elemento central de la organización del Estado. Y que incluye, en cambio, un enfoque diferente, especial, nacional”.
Para Orbán, esa perspectiva nacional es lo que va a permitir al país recuperar el control en una serie de temas y ganar en democracia. Pero esta, dice, “no tiene por qué ser liberal”. En el discurso no queda claro qué significa eso ni qué supondría “reorganizar el Estado (…) sobre la base de los intereses nacionales”, aunque dio alguna pista. Por ejemplo, la construcción del nuevo Estado nacional húngaro justificaría la creación de “una comisión [parlamentaria] para controlar, registrar y hacer pública regularmente la influencia extranjera” en las ONG que operan en el país.
Más recientemente, en una entrevista para el Financial Times, Vladímir Putin sintetizó el núcleo de la crítica populista a la democracias liberales, si bien su régimen autocrático anda lejos de ser una democracia a secas. En su opinión, el liberalismo “ha excedido su propósito” al desentenderse de los valores y tradiciones de muchos ciudadanos, mientras privilegia causas como la apertura de fronteras, el multiculturalismo o la diversidad sexual. “La idea liberal se ha quedado obsoleta. Ha entrado en conflicto con los intereses de una mayoría abrumadora de la población”. De modo que, desde la perspectiva del presidente ruso, si un gobierno vuelve a hacer visibles los intereses o los valores del pueblo –aunque, de hecho, ese pueblo no pueda organizarse libremente para hacer oposición al gobierno–, está contribuyendo a mejorar la democracia.
El discurso común a ambos líderes podría sintetizarse así: hay unas élites que han robado la democracia al pueblo y nosotros –los verdaderos intérpretes de sus demandas– vamos a devolvérsela, aunque no sea bajo la forma de una democracia liberal…
El iliberalismo de Orbán no viene de que apele a la herencia cristiana de Hungría como un componente de su identidad nacional, sino de su convicción de que la democracia liberal es incapaz de servir a los intereses de la nación. Lo que se traduce en un imperfecto sistema de separación de poderes, descrito con abundantes ejemplos por The Economist. Y el antiliberalismo de Putin no reside en su reivindicación de los valores tradicionales, sino en su negativa a admitir que en la sociedad rusa caben otros que no piensan como él. De ahí sus trabas al pluralismo político y social.
Los límites de lo tolerable
A esclarecer este debate ayuda la distinción que hace William A. Galston –exconsejero de Bill Clinton e investigador de la Brookings Institution– entre las manifestaciones de populismo que amenazan la democracia liberal y las que son expresión del legítimo pluralismo democrático, aunque no gusten al progresismo cultural (uno de los sentidos en que se emplea en EE.UU. el término liberalism).
Por ejemplo, procurar la connivencia de los tribunales con el gobierno, impedir las elecciones libres o cerrar medios de comunicación son ataques directos a la democracia liberal. Pero abogar por el proteccionismo económico, pedir un control más estricto de la inmigración o vincular este último debate a la exigencia de integración, no supone tal desafío. Esto son disputas “en el interior de la democracia liberal, no sobre la democracia liberal”.
La ventaja de esta perspectiva es que permite trazar una línea entre lo que puede ser tolerado y lo que no. Si el pluralismo es la piedra de toque de las sociedades liberales, como dicen Mudde y Rovira Kaltwasser, hay que estar dispuestos a tolerar la variedad de opiniones que caben en ellas. Lo contrario es sobrerreaccionar y dar argumentos a los descontentos con una élite que presume de tolerante, aunque de hecho no puede soportar que alguien discrepe de sus puntos de vista.
Para difundir el aprecio por la democracia liberal, habría que dejar de repetir los errores de los populistas. Si se les critica por dividir a la sociedad con la dialéctica ellos (los malos) contra nosotros (los buenos), no es consecuente hacer lo mismo enfrentando a los que apoyan la visión “progresista” del mundo (considerados ciudadanos legítimos), con los que no (tenidos por no-pueblo). Si se les reprocha que aspiren a monopolizar la voz del pueblo, hay que aceptar también que la sociedad no tiene por qué pensar lo mismo respecto del aborto, la eutanasia o el matrimonio homosexual. Si se les afea por sus mensajes simplistas y divisivos, habrá que dejar de presentarlos como unos paletos movidos por el odio, e invertir más tiempo en el arte de dar razones.
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Ver también La difícil práctica del liberalismo