La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos ha acentuado la preocupación frente al populismo, un fenómeno de larga tradición en América Latina y que va a más en Europa. Pero demonizar a sus simpatizantes no ayuda a comprender la crisis de representación que está detrás del avance de este fenómeno.
El caldo de cultivo de los populismos suele ser el descontento social ante problemas concretos como la corrupción, el paro o las desigualdades, magnificado por la sensación de que las personas al mando del país –las élites políticas, económicas y culturales– no son como los demás ni se ocupan de los problemas del ciudadano corriente.
Un denominador común
En respuesta a esa indignación, surgen nuevos líderes (algunos carismáticos) que aseguran representar mejor los intereses de quienes se sienten ninguneados. Esta pretensión, perfectamente legítima si discurre por cauces democráticos, se vuelve problemática cuando incorpora la demagogia. Porque entonces pierden la democracia y el debate público, que es precisamente lo que se quiere recuperar.
Hay demagogia cuando se recurre al lenguaje agresivo para provocar división; cuando prima el interés por agitar sentimientos y miedos profundos en beneficio propio; cuando los eslóganes y los clichés pesan más que los argumentos; cuando se tergiversan los hechos para manipular a la opinión pública; cuando se sentimentaliza la política y se hacen “concesiones al público en vez de afrontar los problemas de una manera racional aunque impopular o controvertida” (Theodore Dalrymple); cuando la prioridad es tocar fibra mediante una política de gestos y entretener con polémicas insignificantes; cuando importa más la imagen del líder que los contenidos de los programas electorales, lo que lleva a “un ver sin entender” (Giovanni Sartori); cuando se promete mucho más de lo que se puede dar, con el riesgo de que la indignación se agrave…
Para conectar con las masas, el discurso populista recurre a la dialéctica “ellos contra nosotros”. A un lado del ring están los que no nos representan (las élites); al otro, los que no se sienten representados (el pueblo). En el centro del cuadrilátero hay una maraña de sentimientos, que van desde la sensación de abandono, el desencanto y la frustración hasta la sensación de pérdida de identidad, el hartazgo o el miedo. Esta es la materia prima con la que trabajan los líderes populistas, y la que tratan de jalear.
La identificación de estos rasgos puede servir para prevenir la inflación del término “populismo”, contra la que advierte la filósofa Catherine Colliot-Thélène en Le Monde. En su opinión, el abuso de esta palabra “obstaculiza el análisis serio de las transformaciones de la política que están teniendo lugar en EE.UU. y Europa”.
Un movimiento o un partido no es populista, por ejemplo, porque se oponga a la globalización o porque quiera devolver a su país la soberanía que a su juicio le ha quitado la UE en temas como la economía y la inmigración, sino porque enmarca sus reivindicaciones en un discurso demagógico y con el que, además, pretende, en palabras del politólogo alemán Jan-Werner Müller, “encarnar al pueblo, monopolizar la representación” de los ciudadanos corrientes.
La demagogia y el afán de “monopolizar la representación” de los ciudadanos son dos rasgos comunes a los distintos populismos
Variedad de causas e ideologías
Sobre este denominador común, cada dirigente populista añade unos contenidos ideológicos y unas propuestas propias. En buena medida, sus posibilidades de éxito dependen de su olfato para interpretar el malestar del pueblo, y de su habilidad para hacerlo compatible con las causas que persigue.
Las combinaciones posibles son variadas. En Venezuela, Hugo Chávez y Nicolás Maduro han hecho del antiamericanismo una de sus señas de identidad, mientras que en Bolivia Evo Morales ha hecho lo propio con la defensa de los indígenas. A los tres les une la fiebre nacionalizadora, lo mismo que al peronismo en Argentina, al cardenismo en México o al varguismo en Brasil. En cambio, se habla del “populismo neoliberal” de Carlos Menem en Argentina y de Alberto Fujimori en Perú. Ahora, la mano dura frente a la criminalidad del fujimorismo ha encontrado su eco en el Sudeste Asiático, de la mano del presidente filipino Rodrigo Duterte, el Castigador.
Los derechistas Alternativa para Alemania (AfD) y el Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) han arrebatado a la izquierda una de sus banderas clásicas: la defensa del Estado del bienestar, pero solo para “los nuestros”. El Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP) y el Frente Nacional francés están atrayendo a cada vez más votantes de la izquierda con un discurso centrado en las preocupaciones de la clase obrera. Por eso, plantan cara a las deslocalizaciones y se oponen a que sus gobiernos “regalen” prestaciones sociales a los inmigrantes, si bien este problema está exagerado.
Afirmar la identidad nacional frente a los de fuera es un rasgo que une a las derechas de distintos países. Tras el triunfo de Trump se ha empezado a hablar de una especie de “internacional populista”; Nigel Farage, ex líder del UKIP, hace las veces de embajador y ofrece su ayuda para reproducir en otros países el éxito electoral del Brexit y del propio Trump. “Los votantes del mundo occidental quieren la democracia del Estado-nación, controles fronterizos adecuados y tener el control de sus vidas”, escribió pocos días después de las presidenciales en EE.UU.
Pero esta sed de autonomía no casa bien con el victimismo. El filósofo Fernando Savater hace notar en declaraciones a ABC que los populismos procuran “que la gente no se sienta culpable”, mientras carga toda la responsabilidad sobre los políticos. Insisten en que la gente “está engañada, maltratada y hace que se sienta víctima”.
Hay un populismo anti-intervencionista, a favor del gobierno limitado, la responsabilidad fiscal y el libre mercado, como el del Tea Party; y un populismo anti-austeridad, como el de Syriza, Podemos y el 15-M, Ocupa Wall Street, el Movimiento 5 Estrellas… Sus eslóganes proclaman a los cuatro vientos la crisis de representación que ha estallado en el mundo occidental: “Nosotros, el pueblo… ¡hemos vuelto!”; “Esto es América. ¿Cómo os atrevéis a ignorarnos?” (Tea Party); “Nosotros somos el 99%” (Ocupa Wall Street); “No nos representan”, “Democracia real ya”, “Lo llaman democracia y no lo es” (15-M)…
Otros artículos de la serie: