Un pueblo, muchas voces

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Un ingrediente de la crisis de representación en Estados Unidos y Europa es la corrección política (CP o, en inglés, PC), por la que determinados puntos de vista son marginados en el espacio público. En este caso, recuperar la representación significa volver a hacer presentes las voces silenciadas. Pero no todas las críticas contra la CP son admisibles en una sociedad que aspira a ser respetuosa con todos sus miembros.

El debate sobre la CP lleva apareciendo y desapareciendo en los medios norteamericanos desde finales de los años 80. El problema inmediato al que apuntaban los reportajes de entonces –como este, publicado en The New York Times en 1990– no era muy diferente al que se plantea hoy: los intentos de imponer en los campus universitarios unas ideas y unas normas de lenguaje que, en opinión de las élites académicas, representan el modo correcto de expresarse sobre la raza, el sexo, la religión o cualquier otro rasgo identitario.

Pero los partidarios de implantar esa nueva ortodoxia, surgida de la contracultura de los años 60 y 70, tienen otra visión del debate. Para ellos, el problema de fondo es que la civilización occidental arrastra un prejuicio histórico hacia las minorías raciales, las mujeres y los homosexuales. Es preciso corregir ese prejuicio –a través, por ejemplo, del análisis crítico del lenguaje o de las medidas de discriminación positiva– para que estos grupos no se sientan ofendidos.

Más allá de las polémicas concretas que recogen los reportajes, las raíces últimas de este debate habría que buscarlas en la elevación del relativismo a “postulado moral” por parte de las universidades norteamericanas, como diagnosticó Allan Bloom en su libro El cierre de la mente moderna (1987). Para evitar el peligro de intolerancia, dice Bloom, se ha inculcado en los jóvenes la aceptación de la diversidad por encima de cualquier otro valor: nadie tiene derecho a juzgar los puntos de vista ni los estilos de vida de los demás, pues esa apertura –se les repite– es “la condición de una sociedad libre”.

De la diversidad al cierre del debate

Con este trasfondo ideológico, se entiende que los intentos de restringir la libertad de expresión hayan acabado llegando a algunos de los debates que más interesan a las élites culturales que hoy se definen como progresistas: si el compromiso con la diversidad es lo que determina en buena medida si estás en “el lado correcto de la historia”, algunos pueden llegar a convencerse de que es legítimo censurar a quienes ponen trabas al progreso histórico; es decir, a quienes cuestionan que todas las formas de pensar y todos los estilos de vida valen lo mismo.

Pero el relativismo y la apertura de esas élites tienen mucho de mito. En realidad, observa el profesor de Princeton Robert P. George, son “unos moralistas embarcados en una misión: reformar la vida política y social, y, en la medida de lo posible, la creencia individual, de acuerdo con sus firmes convicciones morales”. Algunas de ellas son su postura a favor del derecho al aborto, la redefinición del matrimonio o la restricción de la libertad religiosa, así como “la idea de que el Estado puede e incluso debe usar su poder coercitivo para prohibir todo aquello que la ideología progresista considera una forma de discriminación”, o la de que “todo aquel que discrepa con ellos en los asuntos que más les importan es un fanático”.

Vista así, la CP no sería tanto un código de lenguaje al que es preciso atenerse para no ofender a algunos grupos, como una presión social que lleva a ver a quienes disienten de la visión “progresista” del mundo como unos extremistas o unos malvados movidos por el odio (los famosos “haters”). La diferencia es capital porque, si no, parece que todos los que critican la CP quieren ofender o amargar la vida a aquellos grupos.

Faltas de respeto

La idea de que el fin justifica los medios permite comprender por qué la intolerancia se ha vuelto respetable. En el mismo error han caído algunos críticos de la CP, como Donald Trump –al menos durante la campaña electoral– y la llamada derecha alternativa o “alt-right”, un movimiento nacionalista blanco, que se define en oposición a la derecha conservadora y religiosa.

Para denunciar un problema real –la CP–, el candidato republicano optó por la vía del exceso. Y así, hizo comentarios despectivos sobre las mujeres y los inmigrantes mexicanos; se burló de un periodista con una discapacidad; ridiculizó a varios políticos con etiquetas como “perdedor”, “débil” o “payaso”… Al menos en estos casos, el republicano ha pasado por alto que el derecho a la libertad de expresión no es absoluto: su “incorrección” es falta de respeto. No es solo un problema de formas y tampoco es cierto que diga “lo que todo el mundo quiere oír”, como opinan algunos de sus seguidores.

La “alt-right” no es un grupo homogéneo y, dado que su principal campo de activismo son las redes sociales, no es fácil seguirles la pista. Utilizan como símbolo un dibujo de la Rana Pepe, al que añaden connotaciones racistas (no siempre las tuvo), y hashtags como #whitegenocide. Al igual que otros muchos analistas, Emma Grey Ellis identifica a Richard Spencer, presidente del think tank National Policy Institute (NPI), como el padre intelectual del movimiento, quien por lo visto acuñó el término en 2008. La página web de Spencer no da muchas pistas sobre sus posiciones concretas, aunque queda clara su obsesión por la raza y lo que llaman “la reconstrucción de la identidad blanca”.

Troles e ideólogos

George Hawley, politólogo de la Universidad de Alabama, está escribiendo un libro sobre la “alt-right” tras haber hablado con varios de sus miembros. En una entrevista publicada en The Washington Post, describe al simpatizante medio de este movimiento como “un hombre blanco, de la generación del milenio; probablemente con estudios universitarios o aún en la universidad, secularista y quizá ateo, y nada interesado en el movimiento conservador”.

Hawley cree que la fuerza principal que les une es el deseo de “crear naciones enteras de blancos o una nación de blancos en América del Norte”, si bien aclara que “parece que la mayoría de los líderes de la ‘alt-right’ condenan cosas como el genocidio”. ¿Cómo hacerlo entonces? El camino sugerido por un autor citado por Hawley sería el siguiente: primero se expulsa a los inmigrantes indocumentados; luego se pone fin a la ciudadanía automática por nacimiento; después se ofrecen incentivos para dejar el país, sin descartar medidas más severas para los que quieran quedarse.

De todos modos, aclara Hawley, la base social del movimiento –la que le da visibilidad en las redes– no está ahí por un convencimiento ideológico profundo. En su opinión, el gancho es que sus líderes han sabido presentarlo como “un movimiento respondón e irreverente que quiere chinchar tanto a progresistas como a conservadores”. De ahí que distinga entre los troles que se dedican a compartir contenidos “alt-right” y los ideólogos que se dedican a crearlo.

Victimismo blanco

El racismo de la “alt-right” es lo que ha llevado a la revista británica Spiked, un referente en la defensa de la libertad de expresión frente a la CP, a denunciar los excesos de este movimiento. Su auge, escribe Tom Slater, redactor jefe de la publicación, “es una mala noticia para la libertad de expresión y para la política”. En parte por su “completo racismo”, que confunde la incorrección con la mala fe y la rehabilitación de viejos prejuicios. Y en parte también porque alimenta el victimismo propio de las políticas identitarias, al presentarse como un subgrupo –la clase blanca oprimida– necesitada de una protección especial.

Brendan O’Neill, editor de Spiked, empleaba el mismo argumento a propósito de Trump: en realidad, el magnate neoyorquino no tiene nada de políticamente incorrecto; más bien, es la otra cara de “la política victimista que está en el centro del discurso políticamente correcto”. Por eso, trata de explotar al máximo la sensación de abandono que está arraigando en los estadounidenses blancos de clase obrera.

La “alt-right” reivindica a Trump como su comandante en jefe, pero durante la campaña electoral el republicano evitó darles su apoyo expreso. En una reciente entrevista concedida a The New York Times, ya como presidente electo, reniega de ese movimiento y condena un acto de la “alt-right” en el que algunos asistentes hicieron saludos nazis tras escuchar una conferencia sobre los judíos.

Steve Bannon y Breitbart News

Más ambiguo es el nombramiento por Trump de Steve Bannon como su director de campaña en agosto y, ahora, como estratega jefe de la Casa Blanca. Hasta el verano, Bannon dirigía Breitbart News, un portal de noticias al que algunos medios acusan de haber elogiado a la “alt-right”. Pero Trump sostiene en la misma entrevista: “Conozco a Steve Bannon desde hace tiempo. Si pensara que es racista o ‘alt-right’ (…) ni siquiera me hubiera planteado contratarle”.

Tampoco Hawley cree que Bannon encaje en ese movimiento, pero opina que Breitbart News “ha flirteado con la ‘alt-right’ más que ningún otro medio conservador destacado” y cree que “comparte mucho de su tono y estilo [provocador], pero no tanto de sus ideas”.

El propio Bannon se ha definido hace poco como “conservador”, “populista” y “nacionalista económico”, pero niega que haya apoyado alguna vez el “nacionalismo étnico”. También expresa su rechazo a las ideas racistas y antisemitas.

Las distinciones son importantes porque ahora cabe el riesgo, como advierte Denyse O’Leary en MercatorNet, de “intentar deslegitimar al gobierno electo agitando el miedo al resurgir del Ku Klux Klan o de los nazis”.

La complacencia de las élites, bajo sospecha

Los articulistas de Spiked reprochan a Trump la demagogia que ha traído a la política, con el consiguiente empobrecimiento del debate público. Pero, al mismo tiempo, su victoria les parece interesante, pues revela la crisis de legitimidad de las élites. “Ha ganado –sostiene Frank Furedi– gracias a que millones de norteamericanos no han creído, o no han dado importancia, a lo que los medios les decían”. La tragedia de los grandes medios progresistas es que, pese a sus advertencias de que el republicano era “un candidato indigno”, muchos han preferido creer a Trump.

Furedi critica que el establishment haya intentado compensar su falta de autoridad a base de cuestionar la decencia de los votantes de Trump. El propio Obama inició esta senda en abril de 2008, a raíz de las resistencias que había encontrado durante las primarias entre los votantes blancos de clase obrera en Pensilvania: “No sería extraño que se volvieran más amargos, que se aferrasen [al debate de] las armas, a la religión, a la antipatía hacia las personas que no son como ellos, al sentimiento antiinmigración o antiglobalización como una forma de explicar sus frustraciones”.

Ocho años después, cuando Hillary Clinton intentó repetir esta fórmula llamando “deplorables” a los votantes de Trump, ha comprobado que ya no era creíble. Ahora son las élites las “indignas de confianza”. Lo que, bien mirado, puede traer ventajas al debate público, pues las obligará a “defender y justificar sus posiciones, en vez de depender perezosamente de la conformidad y el statu quo”, escribe Matt Welch en Reason.com. Ya no vale apelar sin más al “lado correcto de la historia”: ahora hay que bajar al ruedo de los argumentos y no dar por supuesta la ortodoxia.

La cuestión es si, en este nuevo escenario, habrá más voces que aporten valor a la conversación y si los grandes medios estarán pendientes de ellas, o si el protagonismo se lo seguirán llevando los troles y sus voceros.

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