Hay películas llamadas a ser grandes y que se quedan en simplemente interesantes por una mala decisión. Shame es una de ellas. Steve McQueen ha rodado una provocadora cinta que pone el dedo en la llaga de una adicción de la que casi nadie habla, que nadie persigue (nada que ver con los fumadores, por ejemplo), que muchos fomentan y que, sin embargo, puede arruinar no solo a una persona sino a una sociedad. Y la ha rodado con indudables aciertos (la música de Bach, la puesta en escena, la fotografía, la paleta de colores, las interpretaciones de Michael Fassbender y Carey Mulligan) y con un fallo que lastra la película: la falta de contención y la repetición de sexo explícito (15 minutos de auténtica pornografía) en el segundo tramo de la historia.

Brandon es un atractivo treintañero; vive solo en un moderno apartamento. De puertas afuera su vida es de anuncio. Pero Brandon tiene dos serios problemas: una hermana desequilibrada que ha intentado suicidarse varias veces y una adicción al sexo.

El guión de Abi Morgan (pienso que esta historia solo la podía haber escrito una mujer) es extrañamente lúcido al abordar ciertos temas: por ejemplo, la relación entre este problema y la falta de pudor (proverbial cómo se presenta al personaje de Carey Mulligan), la consecuencia de vivir volcado en el placer sexual (Brandon es incapaz de salir de sí mismo para ayudar a su hermana), el resultado de separar sistemáticamente el sexo del amor (que le lleva a no poder disfrutar de una relación normal) o el peso que tiene en estas cuestiones sexuales el clima social (“No somos malos, pero estamos en un lugar equivocado”).

La primera parte (donde se utiliza la elipsis y el conflicto se aborda sin subrayados) es mucho más convincente que la segunda, que resulta repetitiva, explícita y agresiva. Hay una cierta incoherencia –quizás falta de talento– en señalar los peligros de la hipersexualización cayendo precisamente en ese exceso.

Un exceso que se convierte en un torpedo contra la línea de flotación de la propia película porque la alejará de muchos espectadores que –con toda la razón– o no subirán o se bajarán del barco. Además, se diluye la valiente denuncia que encierra la historia y hará que la atención de parte del público –y de la crítica– se desvíe hacia aspectos triviales y sensacionalistas. Y este es uno de los grandes peligros de la película, que el propio McQueen ha facilitado al no optar por un desarrollo visual más inteligente: que haya frívolos y superficiales que pongan el acento en el morbo y la provocación, que el discurso sobre la película verse sobre las escenas de sexo… cuando la historia habla de cosas más serias.

Porque Shame (vergüenza) habla de la infinita tristeza, la soledad cruel que genera la hipererotización de una sociedad pansexual y de los riesgos de convertir el sexo en producto de consumo, de desvincular el sexo del amor y el compromiso.

En definitiva, Shame plantea de una manera muy cruda que quizás el paraíso libertario en el que tan a gusto vivimos, puede convertirse, con mucha facilidad, en un infierno.

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