El cineasta J.J. Abrams ha asumido el reto de poner fin a una saga que ha durado 42 años y que por tanto ha acompañado a varias generaciones de espectadores. El reto es múltiple, pues no solo hay que contentar a veteranos y neófitos, sino concluir, con la adecuada altura épica, una de las epopeyas más importantes de la historia del cine.
Hay que decir que, aunque esta novena entrega no pase a ocupar un lugar privilegiado del séptimo arte, está resuelta correctamente, es aceptablemente satisfactoria y, sin duda alguna, un gran producto de entretenimiento. Un reparto que funciona, unos efectos digitales que van de suyo y una impecable banda sonora de John Williams.
El ADN de esta saga es muy clásico, y por ello el núcleo de esta película es el enfrentamiento final entre el bien y el mal. Un bien que es puro bien, y por ello excluye el rencor y la venganza, e incluye el sacrificio y la fe. Un mal que es puro mal, que solo aspira al poder total y a la sumisión incondicional del universo. Es decir, que se quiera o no, la fisonomía de este enfrentamiento tiene raíces cristianas, y no es casual que en el duelo final las espadas del lado luminoso de la Fuerza formen una cruz que derrota el mal.
Como señala la propia promoción de la película, la actualización de la saga lleva a que sea una mujer –fuerte, independiente e incluso poco femenina según parámetros tradicionales– quien vence al mal; hay una discreta cuota gay, y es multicultural como las últimas entregas. Sin embargo, también se custodian las señas de identidad de la trilogía inicial, recuperando a todos sus héroes y proponiendo la fuerza comunitaria como el verdadero antídoto contra el Lado Oscuro.