Los jóvenes y la democracia son una dupla que lleva años protagonizando uno de los mayores rompecabezas para políticos, politólogos y demás estudiosos de la materia. Una pareja que ha bailado entre la completa desafección y el absentismo decidido, pero que en los últimos años ha empezado a danzar a un nuevo compás, el de la insatisfacción con la democracia y el abrazo de ideales autoritarios. ¿Quiere esto decir que los GenZ y millennials están dejando de querer vivir en democracia?
Si todo sale según lo previsto, 2024 será recordado como el año de la llamada generalizada a las urnas. El año en el que más de media población mundial pudo hacer uso de su derecho ciudadano para votar y decidió –allí donde la democracia es real– quiénes serían los altos responsables del país en el que viven.
4.200 millones de personas de 76 países. Algunos han llegado a calificar este año como la Super Bowl de la democracia. Un acontecimiento sin precedentes en la historia.
Sin embargo, este año sin precedentes coincide en el tiempo con una nueva tendencia. En los últimos meses varios estudios han revelado cifras que apuntan en una nueva dirección: cada vez más jóvenes –los conocidos como GenZ, pero también los late millennials– están dejando de creer en los beneficios de la democracia y empezando a abrazar la opción de que, tal vez, salgan mejor parados viviendo bajo un régimen autoritario. O incluso dictatorial.
La generación autoritaria
En septiembre de 2023, Open Society Foundations, la organización del magnate George Soros, publicó el nuevo Barómetro Mundial, en el que se encuestó sobre el estado de la democracia a más de 36.000 adultos de 30 países. Las respuestas de la cohorte que corresponde a los GenZ y los millennials más jóvenes (de entre 18 y 35 años) son las que llaman la atención: un 42% considera que las dictaduras militares son una buena manera de gobernar, y un 35% apoyaría a un líder fuerte “que no respeta ni el Poder Legislativo ni las elecciones libres”. En comparación, solo el 20% de los encuestados mayores de 56 años consideran el dominio del ejército una opción favorable. Del total, solo el 57% considera que la democracia es la forma preferible de gobierno.
Pero estos no son los únicos datos que arrojan algo de luz sobre este fenómeno. Según la encuesta sobre hábitos democráticos del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) publicada en enero de 2024, uno de cada cuatro jóvenes españoles de entre 18 y 34 años no considera que la democracia sea preferible a cualquier otra forma de gobierno. Además, el último sondeo del Instituto McCourtney para la Democracia de la Universidad Estatal de Pensilvania, publicado en enero de 2023, también expuso que entre los GenZ, de 18 a 25 años, a un 28% le “da igual” vivir bajo una democracia o una dictadura y a un 19% le parece que “la dictadura podría ser buena en determinadas circunstancias”. Es decir, casi la mitad se mostraba abierta a otro tipo de regímenes.
La progresiva erosión de un ideal
Se podría argumentar que esto es lo habitual. Que en la juventud, cuando aún se está intentando comprender el mundo en el que se ha empezado a vivir “de verdad”, pueda haber una mayor tendencia a ser más pasional en los planteamientos y en las ideas. Es una época en la que los ideales prenden fuego a los corazones; una edad que puede prestarse a un mayor utopismo, sin considerar detenidamente cómo se concretaría en la realidad.
Sin embargo, el dato que cuestiona este planteamiento es que los jóvenes de la actualidad tienen una actitud más cínica para con los ideales democráticos que las generaciones anteriores a su misma edad.
A finales de 2020, el Bennett Institute for Public Service de la Universidad de Cambridge publicó un informe en el que ya se reflejaba esta tendencia. Alrededor del mundo –principalmente en cuatro regiones: América Latina, África subsahariana, Europa occidental y las democracias “anglosajonas”, incluidos el Reino Unido, Australia y Estados Unidos–, los millennials estaban más insatisfechos con el funcionamiento de la democracia que las generaciones anteriores: los baby boomers y la Generación X mostraban mayor satisfacción en los sondeos actuales, pero también en las encuestas de cuando tenían 35 años.
La satisfacción democrática de los “millennials” empezó a tender a la baja a principios de la década de 2000 y cayó en picado con la llegada de la crisis financiera de 2008
Todo indica a que hay un decaimiento generalizado en el apoyo a la democracia entre los más jóvenes y es indispensable plantearse y analizar qué factores los han llevado a percibir que la democracia, tal y como se está implementando, les está fallando. Porque, en definitiva, la insatisfacción no es otra cosa que una muestra de que, tal y como se está, no se está bien.
“La democracia no se come”
En las democracias desarrolladas, algunos de los principales factores que han acelerado el descontento son los que influyen directamente en las oportunidades de vida de las generaciones más jóvenes: la exclusión económica, el desempleo juvenil y la precariedad laboral.
Según el Bennett Institute, la satisfacción de los millennials empezó a tender a la baja a principios de la década de 2000, con la recesión que se vivió a comienzos de década, y cayó en picado con la llegada de la crisis financiera de 2008. Y eso que este estudio no llegó a registrar el efecto de la pandemia. Mayores costes de alquiler en los primeros años de vida, más dificultad para ahorrar, menor posibilidad de poseer una vivienda, mayores obstáculos para formar una familia y mayor dependencia del apoyo de padres y parientes. Además, el último punto muestra una consecuencia producida por la desigualdad de la riqueza que ha empezado a configurar las sociedades actuales: las posibilidades de éxito o fracaso en la vida dependen cada vez menos del trabajo riguroso y personal, y más de la riqueza y los privilegios heredados.
Según refleja el Bennett Institute, cuanto más desempleo hay, más insatisfacción se registra con el sistema político, principalmente por una razón: el voto no les proporciona una mejor calidad de vida.
Del voto libre no se come. O como escribió el presidente de Zambia, Hakainde Hichilema, en marzo de 2023 en una columna para Bloomberg: “La democracia no se come. Los derechos humanos pueden sostener el espíritu, pero no el cuerpo. Especialmente en democracias jóvenes como la mía, los gobiernos deben ofrecer resultados económicos si quieren conservar el consentimiento del pueblo. Cuando varias administraciones no lo consiguen, puede crecer la desilusión no solo con ellas, sino con el propio proceso”.
El doble filo de las redes sociales
Una encuesta mundial de 2022 reveló que el 76% de los encuestados menores de 30 años sentían que los políticos no escuchaban a la juventud. En Sudáfrica, el 90% de los encuestados expresó esta opinión, al igual que el 80% en España y el Reino Unido. Y es aquí donde entra en juego su principal lugar de encuentro, las redes sociales.
En lo que respecta a la participación política, estas se han convertido en un nuevo medio para que la ciudadanía exprese sus opiniones y se ponga en contacto con otras personas que comparten sus mismos puntos de vista. Además, facilita el acceso a información que, en ocasiones, no aparece en los medios de comunicación, y permite la organización civil y un activismo que no pasa por las urnas.
La Primavera Árabe, el movimiento Fridays for Future o las manifestaciones que se han organizado este enero en múltiples ciudades alemanas para protestar por el ascenso del partido Alternativa para Alemania fueron posibles gracias a la organización y convocatoria que facilitaron redes como Twitter e Instagram. Sin embargo, las redes sociales también tienen su cara B.
Una revisión sistemática de la literatura publicada en torno a la relación entre democracia y redes sociales, publicada a finales de 2022 y dirigida por los científicos sociales Philipp Lorenz-Spreen y Lisa Oswald, llegaba a una conclusión: estas plataformas pueden ser beneficiosas en las democracias recientes o menos desarrolladas, pero, en conjunto, amplifican la polarización política, fomentan el populismo, y están asociadas con la propagación de desinformación.
Los jóvenes juzgan el rendimiento de la democracia, no en comparación con el pasado autoritario, no como ideal, sino sobre la base de sus resultados
Según explica en un artículo para The Atlantic el psicólogo social y profesor de la Universidad de Nueva York Jonathan Haidt –uno de los mayores críticos contemporáneos de las redes sociales–, el problema es la continua erosión de confianza a la que llevan y la asimetría que generan entre la democracia y otros sistemas políticos. “Una autocracia puede desplegar propaganda o utilizar el miedo para motivar los comportamientos que desea, pero una democracia depende de la aceptación ampliamente interiorizada de la legitimidad de las reglas, normas e instituciones. La confianza ciega e irrevocable en un individuo u organización concretos nunca está justificada. Pero cuando los ciudadanos pierden la confianza en los líderes electos, las autoridades sanitarias, los tribunales, la policía, las universidades y la integridad de las elecciones, entonces cada decisión se convierte en impugnable; cada elección se convierte en una lucha a vida o muerte para salvar al país del otro bando.”
La corrupción bañada en inseguridad
Otro punto fundamental es la ausencia de memoria de otros tiempos. El recuerdo de la lucha por la democracia es ya inexistente para la nueva generación de votantes que ha alcanzado la mayoría de edad en las democracias de Europa, América Latina y Asia-Pacífico. Incluso la mayoría de sus padres crecieron ya en sistemas democráticos.
Es por ello que las actitudes hacia este sistema de gobierno son significativamente más críticas. Se juzga el rendimiento de la democracia, no en comparación con el pasado autoritario, no como ideal, sino sobre la base de sus resultados: cómo aborda los desafíos particulares de la juventud del siglo XXI y cómo provee soluciones reales y duraderas.
Es decir, para los jóvenes la democracia ya no basta como ideal abstracto. Hace ya tiempo que dejó de ser una ilusión por la que luchar, un ideal a defender frente a todo y a todos. Según revela la insatisfacción, su rendimiento deja bastante lugar para la mejora y como el cambio y los resultados se hacen esperar, las opciones antidemocráticas se alzan como una posible alternativa.
El Latinobarómetro de 2023, por ejemplo, halló una tendencia similar a los sondeos mencionados anteriormente. Mientras que entre los de 16 y 25 años de edad solo el 43% apoya la democracia en América Latina, a partir de los 61 años esta cifra se sitúa en el 55%. También se encontró mayor apoyo al autoritarismo mientras más joven es la persona: 20% entre los que tienen 16 y 25 años y 13% entre los que tienen más de 61 años.
“En sociedades donde la confianza interpersonal es casi inexistente, en la región más desconfiada del planeta, las personas no buscan la interacción con otros, sino más bien la protección de otros”, apunta el informe. Un ejemplo de esta situación es el éxito de Nayib Bukele en El Salvador. Los jóvenes salvadoreños votaron en mayor proporción al partido GANA, porque prometía dos cosas fundamentales para ellos: seguridad y empleo, más apoyo y mano dura con las pandillas.
Según plantea el Latinobarómetro, “hay pocos países sin gobernantes imputados, acusados o condenados por algún cargo de corrupción. Son las élites las que han fracasado en América Latina. Ellas han erosionado la fortaleza de las instituciones al intentar forzar las reglas del juego para quedarse en el poder.” Una de las frases estrella de Bukele durante su campaña de 2019 fue “el dinero alcanza cuando nadie roba”.
Con esta perspectiva de políticos corruptos y El Salvador como modelo, cada vez más millennials y GenZ latinoamericanos están anteponiendo una figura autoritaria y fuerte que asuma el poder y que, por lo menos, les proporcione seguridad.
¿Pero entonces qué quieren?
A la vista de las encuestas, no resulta fácil saber en qué fase de la “erosión democrática” se encuentran los jóvenes. Según apunta el Bennett Institute, su informe se hace eco de la satisfacción con la democracia, lo que no implica de por sí un apoyo o rechazo a la democracia como sistema político, aunque estos dos conceptos estén empíricamente relacionados. Es decir, las generaciones más jóvenes pueden ser firmes creyentes en la democracia liberal y, sin embargo, estar insatisfechas con su funcionamiento en la práctica; pero, según explica, el salto de la insatisfacción al rechazo no es muy grande.
Teniendo en cuenta los resultados, todo apunta a que los jóvenes siguen creyendo en el ideal, pero están empezando a ser cada vez más descreídos de que ese ideal se pueda implementar de forma honesta y que esa implementación vaya a dar frutos y traer beneficios palpables.
Podría decirse que aún no son contrarios, sino críticos, pero o los gobiernos democráticos se plantean nuevas formas de hacerles partícipes de la política, atendiendo sus dificultades y desavenencias, buscando el bien del pueblo, o poco les queda para dar el paso y serlo.
Helena Farré Vallejo
@hfarrevallejo
2 Comentarios
Muy buen artículo, Helena, muy trabajado. Felicitaciones.
El paso que los gobiernos democráticos se plantean como nuevas formas de hacerles partícipes de la política es mandarlos a la guerra: la puntilla que les falta. No quiero ni pensar en lo que harán después con «sus mayores».