Por un ecologismo centrado en las personas

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Por un ecologismo centrado en las personas

En su último libro, el filósofo y jurista Jesús Ballesteros sostiene que, para superar la crisis ecológica, no vale condenar al ser humano como depredador peligroso, menos aún explotar más intensamente la naturaleza, pero tampoco quedarse en ajustes cosméticos. Urge cultivar un ecologismo centrado en la persona.

La última Cumbre sobre el Cambio Climático, celebrada en Glasgow hace unas semanas, volvió a quedar empañada por tres tendencias que ayudan poco a afrontar con éxito el problema de la relación del ser humano con el medio ambiente: la hipertrofia de las emociones, que hace que los discursos públicos resulten tan incendiarios como fugaces; la algarabía de propuestas, que no contribuye a acordar estrategias razonables, duraderas y eficaces en el tiempo; y la variedad de intereses políticos enfrentados junto a la escasa disposición a anteponer el bien común global sobre el particular e inmediato de cada Estado. Para dar a cada uno de estos elementos el peso que le corresponde es necesario indagar en las bases filosóficas de la relación del ser humano con la naturaleza.

Jesús Ballesteros, catedrático emérito de Filosofía del Derecho en la Universitat de València, fue uno de los pioneros en plantearse esta cuestión. Su reflexión y propuestas, recopiladas en una obra recientemente publicada (Domeñar las finanzas, cuidar la naturaleza) y sintetizadas a continuación, resultan de plena actualidad.

Nueva era: el Antropoceno

El poder generado por la tecnociencia en el siglo XX ha convertido al ser humano en un agente ecológico planetario. Los efectos de sus acciones, con la “destrucción de los recursos no renovables y la creación de residuos no reciclables”, alcanzan a todos los rincones de la Tierra y transforman de forma duradera e imprevisible los sistemas naturales.

No es exagerado afirmar que la naturaleza, entendida como una realidad viva que evoluciona al margen de influencias humanas, ha desaparecido de manera irreversible. La sustituye la socionaturaleza, en la que los procesos naturales están inseparablemente imbricados con las acciones humanas. En la medida en que esa huella humana empieza a quedar reflejada en la composición geológica de la Tierra (en forma de plastiglomerados y tecnofósiles) se dice que hemos pasado a una nueva era geológica: el Antropoceno reemplaza al Holoceno, el periodo geológico de los últimos 12.000 años.

El discurso alarmista del ecologismo le ha reportado efectos contraproducentes: de la eficacia explosiva inicial pronto se pasa a la indiferencia o incluso al rechazo social

Justo cuando el ser humano se ufanaba de haber sometido la naturaleza a su servicio, los efectos colaterales de ese “dominio” manifiestan una gravedad e incertidumbre que parecen desbordar los beneficios alcanzados. El daño infligido a la naturaleza se vuelve contra el propio ser humano. Este discurso alarmista ha caracterizado al movimiento ecologista desde sus inicios y le ha reportado algunos de los efectos contraproducentes que le son propios: de la eficacia explosiva inicial pronto se pasa a la indiferencia o incluso al rechazo social al constatar una y otra vez que los peores presagios nunca llegan a cumplirse. En todo caso, la evidencia científica de un nuevo universo socionatural nos interpela a nivel personal y colectivo, exigiendo de nosotros una respuesta ética y política.

Ante este desafío inédito en la historia de la humanidad, se vienen ofreciendo tres respuestas alternativas: acelerar el proceso del control humano sobre la naturaleza (paradigma tecnocrático); revertir la situación presente para volver a un estadio en que la naturaleza recupere su independencia respecto de la acción humana (decrecentismo); y mantener el sistema como hasta ahora con los ajustes que se precisen para sortear los efectos colaterales (ecocapitalismo). Ninguna de estas opciones resulta satisfactoria.

Tres propuestas

El paradigma tecnocrático defiende que la solución a las disfuncionalidades creadas por la acción humana consiste en acelerar el proceso de dominio tecnológico sobre la evolución natural. Las expresiones más visibles de esta propuesta serían la geoingeniería, a nivel planetario, o el posthumanismo en el ámbito de la especie humana. Puesto que la naturaleza carece de cualquier significado y valor por sí misma, y el poder tecnológico puede alcanzar un potencial ilimitado para configurar el mundo material, debemos abandonar las actitudes miedosas, y decidirnos a asumir en plenitud la evolución del mundo de acuerdo con el principio de proacción (Steve Fuller). Pero atribuirse la capacidad del completo control sobre la naturaleza no solo es un ejercicio de arrogancia infantil sino una agresión a la propia condición humana y a las bases ambientales para su desarrollo.

El decrecentismo entiende que el modo de vida actual y/o el número de seres humanos que habitan la Tierra resultan insostenibles porque existen unos límites y equilibrios naturales que, si se alteran, harán imposible la vida humana en el planeta. Se aboga, así, por reducir el crecimiento económico, el demográfico o ambos.

Esta propuesta acierta en identificar el problema en el modelo de desarrollo basado en el capitalismo financiero desregulado, que provoca por igual explotación de las personas y degradación del medio ambiente. Sin embargo, no repara en la necesidad del desarrollo tecnológico para garantizar una vida digna a los seres humanos presentes y futuros. El reconocimiento de un derecho al desarrollo para las multitudes que viven en la miseria por todo el mundo, genera un deber correlativo de poner la tecnología al servicio de conseguir ese objetivo. La versión extrema de este planteamiento decrecentista la encontramos en movimientos como la Deep-Ecology o el primitivismo, que nos presentan al ser humano como un peligroso depredador y a la naturaleza como una severa madrastra ante la que solo cabe sumisión. Nada tiene que ver este planteamiento con el que contempla la naturaleza como un jardín que debemos cultivar responsablemente (Byung-Chul Han, Loa a la Tierra).

El ecocapitalismo es la versión verde del sistema económico dominante. Sin cuestionar el modelo basado en el interés propio, reconoce los límites del crecimiento. Pero mantiene la convicción de que se puede desarrollar un sistema productivo sostenible que resuelva los problemas ambientales del presente mediante la innovación tecnológica y sin necesidad de hacer cambios en el modelo capitalista. Propuestas tan variadas como la modernización ecológica, la economía verde o la economía circular coinciden en defender la validez tanto del sistema capitalista como de la tecnología para combatir la degradación ambiental y reducir la pobreza.

La Agenda 2030 sobre los Objetivos del Desarrollo Sostenible estaría en esta línea de entender compatible el crecimiento económico sostenido con la sostenibilidad ambiental. Hasta el momento, la aplicación de estos modelos se ha limitado a determinados países o regiones, logrando que sus procesos productivos sean más sostenibles. Pero el resultado global está lejos de ser alcanzado: la especulación financiera y los beneficios inmediatos siguen siendo vectores principales del sistema económico, en menoscabo de las personas y la naturaleza.

Tanto el paradigma tecnocrático como el decrecentismo son modelos ideales que están más presentes en los libros que en la realidad. El ecocapitalismo, que combina elementos de los dos anteriores y se legitima a base de una aparente efectividad, es el que tiende a regir la vida de la mayor parte de la humanidad en el presente y el futuro próximo.

Justicia ecológica

Más allá de las limitaciones específicas de cada una de las respuestas mencionadas, todas comparten un error de base: la consideración marginal del ser humano. En el paradigma tecnocrático se considera que el ser humano es un algoritmo biológico bastante deficiente (Yuval Noah Harari) en tránsito hacia la posthumanidad. El decrecentismo corre el riesgo de otorgar mayor valor a la naturaleza que a cada ser humano y a la familia humana en su conjunto. Por último, el ecocapitalismo mantiene la consideración del ser humano como un individuo intercambiable y no como un ser único y valioso por sí mismo.

Para superar la crisis ecológica, que multiplica tanto las desigualdades entre las personas como los riesgos para las condiciones de vida de las futuras generaciones, la propuesta de Ballesteros es poner a la persona como centro de consideración: “Un antropocentrismo humilde, según el cual el ser humano es un ser arraigado en la realidad, dependiente de Dios, de la naturaleza y de los otros”.

Ese reconocimiento de nuestra dependencia de la naturaleza implica también asumir la responsabilidad que tenemos de cuidarla. A su vez, la interdependencia entre todos los seres humanos debe conducir a una visión de la justicia simultáneamente sincrónica (para todos los seres humanos actuales) y diacrónica (entre las generaciones presentes y futuras), que supere el contractualismo dominante.

El greenwashing del ecocapitalismo no oculta su dependencia de la idolatría tecnológica. Según ella, la emancipación humana se alcanzará por medio de la innovación tecnológica sin límites sobre una naturaleza reducida a la condición de esclava generosa. Por ello, Ballesteros está convencido de que el gran reto de la justicia y el Derecho en el presente consiste en defender al ser humano frente al poder incontrolado de la tecnología en cuatro áreas de ingeniería.

La ingeniería industrial debe superar definitivamente la degradación del medio ambiente causada por el deterioro de los recursos naturales; la ingeniería financiera debe superar la fuga hacia la virtualidad a través de instrumentos financieros fraudulentos, que hacen inviable la economía real; la ingeniería biotecnológica debe sustituir la ley del deseo soberano por el reconocimiento agradecido de lo dado; y la ingeniería digital debe ponerse al servicio de las necesidades humanas y no de la instrumentalización de los humanos para el lucro de las grandes tecnológicas (Shoshana Zuboff: ver “El triunfo del capitalismo de la vigilancia”).

Nuevos ropajes para la antigua gnosis

Para desactivar el paradigma tecnocrático que está a la base del capitalismo (también en su fórmula “eco”), Ballesteros considera necesario indagar en la concepción filosófica que lo sustenta y que es la vieja filosofía del gnosticismo, revestida con nuevos ropajes.

La antigua gnosis rechazaba el mundo creado porque sostenía que era obra de un demiurgo perverso que buscaba la perdición de la humanidad. El gnosticismo actual mantiene el rechazo a la idea de creación, pero, al mismo tiempo, confía ciegamente en que puede ser superada gracias al progreso técnico. El desprecio a la idea de creación conduce a la total homologación de lo real a través de las matemáticas, la informática y el dinero. Nada existe en la realidad que no pueda reducirse a número, y convertirse así en objeto enteramente manipulable.

Jesús Ballesteros defiende “un antropocentrismo humilde, según el cual el ser humano es un ser arraigado en la realidad, dependiente de Dios, de la naturaleza y de los otros”

El desprecio por la creación conduce a la desconsideración del ser humano como criatura que es, lo que conduce a negar las diferencias que lo singularizan del resto de los animales. En consecuencia, cualquier diferencia de trato entre seres humanos y animales no humanos es tenida como una forma de discriminación por razón de la especie, lo que se denomina “especismo”. Y no solo eso. Puesto que el ser humano carece de valor por sí mismo, no hay nada que deba preservarse en él y, en consecuencia, toda suerte de intervención sobre sí mismo que contribuya a satisfacer sus deseos será lícita.

Por otro lado, se asume que la inteligencia humana, fruto de la creación, es inferior a la inteligencia artificial, obra de su ingenio. El ser humano se ve presa de una “vergüenza prometeica” (Günther Anders) al comprobar que sus propias creaciones tecnológicas resultan muy superiores a él mismo. Sentirá entonces el apremio por superar la maldición del mundo creado, incluyéndose a él mismo como criatura, mediante la confianza ciega en las posibilidades de la tecnología para llegar a un mundo radicalmente nuevo con un posthumano que sancione la obsolescencia del ser humano.

Posmodernidad resistente

Junto a la crítica de los paradigmas citados, Ballesteros ofrece su propia propuesta. En 1989 publica un libro –Postmodernidad. Decadencia o resistencia (1)– en el que, frente a la postmodernidad decadente a la que nos ha abocado la modernidad, plantea un nuevo modelo de pensar alternativo que califica como “postmodernidad resistente”. Según él, la modernidad se caracterizó por su fascinación ante los avances de la razón científica, lo que le llevó a desconsiderar la existencia de otros usos de la razón y, sobre todo, a sustituir la realidad por el conocimiento que ofrecían las ciencias matemáticas y empíricas. El efecto inevitable de esa absolutización de la razón científica será pendular y consistirá en decretar el absoluto escepticismo hacia la razón humana y, como consecuencia, negar la existencia de una realidad susceptible de ser conocida por el ser humano. En eso consiste la postmodernidad decadente.

Ballesteros estará de acuerdo con esa postmodernidad en su denuncia de la razón científico-técnica como clave de conocimiento y dirección de la acción humana. Pero, frente a ella, afirma la capacidad de la razón humana para conocer la realidad y orientar su acción de acuerdo con esta. Es la postmodernidad resistente, a la que así califica porque consiste en un doble ejercicio de resistencia: frente a quienes absolutizan la razón científica y frente a quienes niegan a la razón humana cualquier posibilidad de conocimiento.


(1) Reeditado en varias ocasiones. La última: Jesús Ballesteros, Postmodernidad. Resistencia o decadencia, Tirant lo Blanch, Valencia-Ciudad de México (2018), 168 págs., 21,90 € (papel) / 13,20 € (digital).

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